“Una frase, sólo una frase guiará nuestra conducta, y será la misma palabra de Jesús : Lo que hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis"
El Dr. Jérôme Lejeune a los 33 años, en 1959, publicó su descubrimiento sobre la causa del síndrome de Down, la trisomía 21, esto lo convirtió en uno de los padres de la genética moderna. En 1962 fue designado como experto en genética humana en la Organización Mundial de la Salud (OMS) y en 1964 fue nombrado Director del Centro nacional de Investigaciones Científicas de Francia y en el mismo año se crea para él en la Facultad de Medicina de la Sorbona la primera cátedra de Genética fundamental. Se transforma así en candidato número uno al Premio Nobel.
Aplaudido y halagado por los “grandes del mundo”, deja de serlo cuando en 1970 se opone tenazmente al proyecto de ley de aborto eugenésico en Francia: matar a un niño por nacer enfermo, es un asesinato y además abre las puertas a la liberalización total del crimen del aborto.
En esos meses participa en New York en la sede de la ONU en una reunión en la que se trataba de justificar, ya entonces, la legalización del aborto para evitar los abortos clandestinos. Fue en ese momento cuando refiriéndose a la Organización Mundial de la Salud dijo “he aquí una institución para la salud que se ha transformado en una institución para la muerte”. Esa misma tarde escribe a su mujer y a su hija diciendo: “Hoy me he jugado mi Premio Nobel”.
La defensa de Lejeune del ser humano desde la concepción se basó siempre en argumentos científicos -racionales- antes que en cualquier consideración religiosa.
Rechazó científicamente no sólo el crimen abominable del aborto, sino conceptos ideológicos como el de pre-embrión. Por esas razones lo aislaron, lo acusaron de integrismo y fundamentalismo y de intentar imponer su fe católica en el ámbito de la ciencia.
Fue incomprendido y perseguido en ámbitos de eclesiales, y aislado por sus colegas. Pero en ningún momento escuchó a los prudentes que le aconsejaban “callar para llegar más alto y así poder influir más”: las estructuras de pecado no se pueden cambiar, sólo hacen cómplices. Hizo caso omiso también de los que le decían que estaba sumiendo en la miseria a su familia, ya que le fueron cortados todos los fondos para sus investigaciones de las cuales vivía: continuó con sus investigaciones, sostuvo a su familia y se financió dando conferencias.
Juan Pablo II, en carta al Cardenal Lustinger, entonces arzobispo de París, con motivo de la muerte de Lejeune decía: “En su condición de científico y biólogo era una apasionado de la vida. Llegó a ser el más grande defensor de la vida, especialmente de la vida de los por nacer, tan amenazada en la sociedad contemporánea, de modo que se puede pensar en que es una amenaza programada. Lejeune asumió plenamente la particular responsabilidad del científico, dispuesto a ser signo de contradicción, sin hacer caso a las presiones de la sociedad permisiva y al ostracismo del que era víctima”.
En 1992 comienza, a petición de Juan Pablo II, la gestación de la Pontificia Academia para la Vida, creada por Su Santidad el 11 de febrero de 1994. El 26 de febrero de ese año recibe, ya en su lecho de muerte, el nombramiento de Presidente de la Academia. Entrega su alma a Dios el Domingo de Pascua de 1994 (3 de abril).
Aplaudido y halagado por los “grandes del mundo”, deja de serlo cuando en 1970 se opone tenazmente al proyecto de ley de aborto eugenésico en Francia: matar a un niño por nacer enfermo, es un asesinato y además abre las puertas a la liberalización total del crimen del aborto.
En esos meses participa en New York en la sede de la ONU en una reunión en la que se trataba de justificar, ya entonces, la legalización del aborto para evitar los abortos clandestinos. Fue en ese momento cuando refiriéndose a la Organización Mundial de la Salud dijo “he aquí una institución para la salud que se ha transformado en una institución para la muerte”. Esa misma tarde escribe a su mujer y a su hija diciendo: “Hoy me he jugado mi Premio Nobel”.
La defensa de Lejeune del ser humano desde la concepción se basó siempre en argumentos científicos -racionales- antes que en cualquier consideración religiosa.
Rechazó científicamente no sólo el crimen abominable del aborto, sino conceptos ideológicos como el de pre-embrión. Por esas razones lo aislaron, lo acusaron de integrismo y fundamentalismo y de intentar imponer su fe católica en el ámbito de la ciencia.
Fue incomprendido y perseguido en ámbitos de eclesiales, y aislado por sus colegas. Pero en ningún momento escuchó a los prudentes que le aconsejaban “callar para llegar más alto y así poder influir más”: las estructuras de pecado no se pueden cambiar, sólo hacen cómplices. Hizo caso omiso también de los que le decían que estaba sumiendo en la miseria a su familia, ya que le fueron cortados todos los fondos para sus investigaciones de las cuales vivía: continuó con sus investigaciones, sostuvo a su familia y se financió dando conferencias.
Juan Pablo II, en carta al Cardenal Lustinger, entonces arzobispo de París, con motivo de la muerte de Lejeune decía: “En su condición de científico y biólogo era una apasionado de la vida. Llegó a ser el más grande defensor de la vida, especialmente de la vida de los por nacer, tan amenazada en la sociedad contemporánea, de modo que se puede pensar en que es una amenaza programada. Lejeune asumió plenamente la particular responsabilidad del científico, dispuesto a ser signo de contradicción, sin hacer caso a las presiones de la sociedad permisiva y al ostracismo del que era víctima”.
En 1992 comienza, a petición de Juan Pablo II, la gestación de la Pontificia Academia para la Vida, creada por Su Santidad el 11 de febrero de 1994. El 26 de febrero de ese año recibe, ya en su lecho de muerte, el nombramiento de Presidente de la Academia. Entrega su alma a Dios el Domingo de Pascua de 1994 (3 de abril).
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