lunes, 30 de marzo de 2009

"Repartir la alegría" de José Luís Martín Descalzo

Supongo que los lectores de esta columna ya conocen el cariño que yo siento hacia Francisco de Asís, un cariño mezclado con admiración y también con un poco de vergüenza al comprobar lo infinitamente lejos que todos estamos de él. Pero tal vez no he dicho que, aunque radicalmente lo que me admira es su entrega a Dios y su identificación con Cristo, lo que “a mí” me conmueve especialmente es cómo supo vivir la pobreza con alegría y cómo, con raudales de imaginación, vivió hasta lo hondo la humanidad.

Repasando estos días la biografía -recientemente traducida al castellano- que sobre él escribe Julien Green, me he detenido en una página conmovedora. Es aquella en la que, tras contar los vertiginosos ayunos que él y sus frailes hicieron en Rivo Torto, una noche, durmiendo ya, oyó los lamentos de un hermano que gemía. Se levantó. «¿Qué os pasa, hermano?» «Lloro -respondió aquél- porque me muero de hambre.» Y entonces aparece el mejor Francisco: despierta a los demás hermanos y les explica que el ayuno está muy bien, pero que no pueden dejar que un hermano se muera de hambre. Y como tampoco deben dejarle que sufra la vergüenza de comer él solo, es necesario que todos los compañeros se levanten y se pongan juntos a comer con el. Y el hambre del hermano se convirtió en una fiesta, aunque la comida estuvo compuesta sólo de pan y unos pocos rábanos, pero bien regados por la alegría común.

Me encanta este cristianismo. Está bien el ayuno. Está bien dar de comer al hambriento. Está mucho mejor compartir todos juntos la humilde alegría que tenemos. Tengo la impresión de que hemos materializado incluso la justicia social. Los que hablan -y hacen bien- de ella suelen olvidarse de que repartir gozosamente el pan es la segunda parte fundamental de la justicia. Y que predicar amargamente el necesario reparto de los bienes es olvidarse de repartir lo fundamental: el gozo de amarse.

He pensado muchas veces en aquella primera Juana de Arco que pintó Peguy y que la dibujaba amargada y triste después de ayudar a los pobres, porque pensaba: «Yo estoy ayudando a este pobre, pero quedan millones sin socorrer, y además yo le ayudo hoy, pero ¿quién le ayudará mañana?» Hundida en estas ideas, Juana se sepultaba en el pesimismo.

Y es evidente que nadie, nunca, será capaz de curar todo el mal del mundo. Pero también lo es que el amor avanza lenta aunque implacablemente. Lo urgente es compartir el pan hoy y acompañarlo hoy con el reparto de la alegría. Quien tenga pan, que lo reparta. Quien tenga pan y sonrisa, que distribuya los dos. Quien sólo tenga sonrisa, que no se sienta pobre e impotente: que reparta sonrisa y amor.

Porque el hambre volverá mañana, pero el recuerdo de haber sido querido por alguien permanecerá floreciendo en el alma. Seguro que al buen fraile que se moría de hambre en los tiempos de Francisco, más que el pan y los rábanos le alimentó el cariño de sus compañeros, que interrumpieron su sueño sólo para que aquel hambriento se sintiera participante de un banquete común.

miércoles, 25 de marzo de 2009

Discurso del Papa a los jóvenes de Angola

Durante el encuentro en el Estadio dos Coqueiros de Luanda
sabado 21 de marzo de 2009


Queridos amigos

Han venido muchos, representando a otros muchos más que están espiritualmente unidos a ustedes, para encontrar al Sucesor de Pedro y proclamar conmigo ante todo, la alegría de creer en Cristo y renovar el compromiso de ser sus fieles discípulos en nuestro tiempo. Un encuentro parecido tuvo lugar en esta misma ciudad el 7 de junio de 1992 con el amado Papa Juan Pablo II; con los rasgos un poco diferentes, pero con el mismo amor en el corazón, aquí tienen al actual Sucesor de Pedro, que los abraza a todos en Cristo Jesús, que "es el mismo ayer, y hoy y siempre" (Hb 13,8).

Deseo, ante todo, darles las gracias por esta fiesta que me ofrecen, por la fiesta que son ustedes, por su presencia y su gozo. Dirijo un saludo afectuoso a los venerados Hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio, así como a sus animadores. Les doy las gracias de corazón y saludo a cuantos han preparado este encuentro y, en particular, a la Comisión episcopal para la Juventud y las Vocaciones, con su Presidente, Mons. Kanda Almeida, al que agradezco las amables palabras de bienvenida que me ha dirigido. Saludo a todos los jóvenes, católicos y no católicos, que buscan una respuesta a sus problemas, algunos de los cuales han sido seguramente indicados por sus representantes, cuyas palabras he escuchado con gratitud. Naturalmente, el abrazo a ellos, vale también para todos ustedes.

Encontrarse con los jóvenes hace bien a todos. Tal vez tengan muchos problemas, pero llevan consigo mucha esperanza, mucho entusiasmo y deseos de volver a empezar. Jóvenes amigos, llevan dentro de ustedes mismos la dinámica del futuro. Les invito a mirarlo con los ojos del Apóstol Juan: "Vi un cielo nuevo y una tierra nueva... y también la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo. Y escuché una voz potente que decía desde el trono: "Ésta es la morada de Dios con los hombres"" (Ap 21,1-3). Queridísimos amigos, Dios marca la diferencia. Así ha sido desde la intimidad serena entre Dios y la pareja humana en el jardín del Edén, pasando por la gloria divina que irradiaba en la Tienda del Encuentro en medio del pueblo de Israel durante la travesía del desierto, hasta la encarnación del Hijo de Dios, que se unió indisolublemente al hombre en Jesucristo. Este mismo Jesús retoma la travesía del desierto humano pasando por la muerte para llegar a la resurrección, llevando consigo a toda la humanidad a Dios. Ahora, Jesús ya no está encerrado en un espacio y tiempo determinado, sino que su Espíritu, el Espíritu Santo, brota de Él y entra en nuestros corazones, uniéndonos así a Jesús mismo y, con Él, al Padre, al Dios uno y trino.

Queridos amigos, Dios ciertamente marca la diferencia... Más aún, Dios nos hace diferentes, nos renueva. Ésta es la promesa que nos hizo Él mismo: "Ahora hago el universo nuevo" (Ap 21,5). Y es verdad. Lo afirma el Apóstol San Pablo: "El que es de Cristo es una creatura nueva: lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo" (2 Co 5,17-18). Al subir al cielo y entrar en la eternidad, Jesucristo ha sido constituido Señor de todos los tiempos. Por eso, Él se hace nuestro compañero en el presente y lleva el libro de nuestros días en su mano: con ella asegura firmemente el pasado, con el origen y los fundamentos de nuestro ser; en ella custodia con esmero el futuro, dejándonos vislumbrar el alba más bella de toda nuestra vida que de Él irradia, es decir, la resurrección en Dios. El futuro de la humanidad nueva es Dios; una primera anticipación de ello es precisamente su Iglesia. Cuando les sea posible, lean atentamente la historia: se podran dar cuenta de que la Iglesia, con el pasar de los años, no envejece; antes bien, se hace cada vez más joven, porque camina al encuentro del Señor, acercándose más cada día a la única y verdadera fuente de la que mana la juventud, la regeneración y la fuerza de la vida.

Amigos que me escuchan, el futuro es Dios. Como hemos oído hace poco, Él "enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado" (Ap 21,4). Pero, mientras tanto, veo ahora aquí algunos jóvenes angoleños - pero son miles - mutilados a consecuencia de la guerra y de las minas, pienso en tantas lágrimas que muchos de ustedes han derramado por la pérdida de sus familiares, y no es difícil imaginar las sombrías nubes que aún cubren el cielo de sus mejores sueños... Leo en su corazón una duda que me plantean: "Esto es lo que tenemos. Lo que nos dices, no lo vemos. La promesa tiene la garantía divina - y nosotros creemos en ella - pero ¿cuándo se alzará Dios para renovar todas las cosas?". Jesús responde lo mismo que a sus discípulos: "No pierdan la calma: crean en Dios y crean también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias, y me voy a prepararles sitio" (Jn 14,1-2). Pero, ustedes, queridos jóvenes, insisten: "De acuerdo. Pero, ¿cuándo sucederá esto?". A una pregunta parecida de los Apóstoles, Jesús respondió: "No les toca a ustedes conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre ustedes, recibirán fuerza para ser mis testigos... hasta los confines del mundo" (Hch 1,7-8). Fíjense que Jesús no nos deja sin respuesta; nos dice claramente una cosa: la renovación comienza dentro; se les dará una fuerza de lo Alto. La fuerza dinámica del futuro está dentro de vosotros.

Está dentro..., pero ¿cómo? Como la vida está oculta en la semilla: así lo explicó Jesús en un momento crítico de su ministerio. Éste comenzó con gran entusiasmo, pues la gente veía que se curaba a los enfermos, se expulsaba a los demonios y se proclamaba el Evangelio; pero, por lo demás, el mundo seguía como antes: los romanos dominaban todavía, la vida era difícil en el día a día, a pesar de estos signos y de estas bellas palabras. El entusiasmo se fue apagando, hasta el punto de que muchos discípulos abandonaron al Maestro (cf. Jn 6,66), que predicaba, pero no transformaba el mundo. Y todos se preguntaban: En fondo, ¿qué valor tiene este mensaje? ¿Qué aporta este Profeta de Dios? Entonces, Jesús habló de un sembrador, que esparce su semilla en el campo del mundo, explicando después que la semilla es su Palabra (cf. Mc 4,3-20) y son sus curaciones: ciertamente poco, si se compara con las enormes carencias y dificultades de la realidad cotidiana. Y, sin embargo, en la semilla está presente el futuro, porque la semilla lleva consigo el pan del mañana, la vida del mañana. La semilla parece que no es casi nada, pero es la presencia del futuro, es la promesa que ya hoy está presente; cuando cae en tierra buena da una cosecha del treinta, el sesenta y hasta el ciento por uno.

Amigos míos, ustedes son una semilla que Dios ha sembrado en la tierra, que encierra en su interior una fuerza de lo Alto, la fuerza del Espíritu Santo. No obstante, para que la promesa de vida se convierta en fruto, el único camino posible es dar la vida por amor, es morir por amor. Lo dijo Jesús mismo: "Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero, si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna" (Jn 12,24-25). Así habló y así hizo Jesús: su crucifixión parece un fracaso total, pero no lo es. Jesús, en virtud "del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha" (Hb 9,14). De este modo, cayendo en tierra, pudo dar fruto en todo tiempo y a lo largo de todos los tiempos. En medio de ustedes tienen el nuevo Pan, el Pan de la vida futura, la Santa Eucaristía que nos alimenta y hace brotar la vida trinitaria en el corazón de los hombres.


Jóvenes amigos, semillas con la fuerza del mismo Espíritu Eterno, que han germinado al calor de la Eucaristía, en la que se realiza el testamento del Señor. Él se nos entrega y nosotros respondemos entregándonos a los otros por amor suyo. Éste es el camino de la vida; pero se podrá recorrer sólo con un diálogo constante con el Señor y en auténtico diálogo entre ustedes. La cultura social predominante no los ayuda a vivir la Palabra de Jesús, ni tampoco el don de ustedes mismos, al que Él los invita según el designio del Padre. Queridísimos amigos, la fuerza se encuentra dentro de ustedes, como estaba en Jesús, que decía: "El Padre, que permanece en mí, Él mismo hace las obras... El que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores. Porque yo me voy al Padre" (Jn 14,10.12). Por eso, no tengan miedo de tomar decisiones definitivas. Generosidad no les falta, lo sé. Pero frente al riesgo de comprometerse de por vida, tanto en el matrimonio como en una vida de especial consagración, sienten miedo: "El mundo vive en continuo movimiento y la vida está llena de posibilidades. ¿Podré disponer en este momento por completo de mi vida sin saber los imprevistos que me esperan? ¿No será que yo, con una decisión definitiva, me juego mi libertad y me ato con mis propias manos?" Éstas son las dudas que les asaltan y que la actual cultura individualista y hedonista exaspera. Pero cuando el joven no se decide, corre el riesgo de seguir siendo eternamente niño.

Yo les digo: ¡Ánimo! Atrévanse a tomar decisiones definitivas, porque, en verdad, éstas son las únicas que no destruyen la libertad, sino que crean su correcta orientación, permitiendo avanzar y alcanzar algo grande en la vida. Sin duda, la vida tiene un valor sólo si tienen el arrojo de la aventura, la confianza de que el Señor nunca los dejará solos. Juventud angoleña, deja libre dentro de ti al Espíritu Santo, a la fuerza de lo Alto. Confiando en esta fuerza, como Jesús, arriésgate a dar este salto, por decirlo así, hacia lo definitivo y, con él, da una posibilidad a la vida. Así se crearán entre vosotros islas, oasis y después grandes espacios de cultura cristiana, donde se hará visible esa "ciudad santa, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia". Ésta es la vida que merece la pena vivir y que de corazón les deseo. Viva la juventud de Angola.

lunes, 16 de marzo de 2009



“Un amor a Dios autentico implica tener confianza en su omnipotencia, 
en su infinita sabiduría, en su amor infalible. 
Él me ama. 
No estoy aquí solo para ocupar un lugar,
 para ser un número. 
Él me ha creado con una finalidad. 
Y la llevará a cabo sino yo no le pongo obstáculos en el camino.”


 “Debemos mejorar nuestra oración,

 y a partir de allí, nuestra relación con los demás. 

Puede resultar difícil rezar cuando no sabemos como hacerlo, 

pero podemos ayudarnos a través de la práctica del silencio. 

El silencio requiere mucho sacrificio,

 pero si realmente queremos rezar, 

debemos estar dispuestos a dar ese paso ahora. 

Sin este primer paso hacia el silencio, 

no seremos capaces de alcanzar nuestra meta, 

que es la unión con Dios.”


“Muchas veces nos olvidamos 

de que Dios nos habla en el silencio de nuestros corazones,

 y nosotros hablamos de lo que abunda en nuestros corazones. 

Sólo cuando hemos aprendido a escuchar a Dios 

en el silencio de nuestro corazón podemos decir que rezamos. 

No hay diferencia entre la oración y el amor. 

No podemos decir que rezamos pero no amamos, 

o que amamos sin necesidad de rezar,

 porque no hay oración sin amor 

y no hay amor sin oración.”


Beata Madre Teresa

jueves, 12 de marzo de 2009


"Jesús podrá servirse de ti 
para realizar grandes obras
a condición de que creas más en su Amor
que en tu debilidad.
Sólo entonces,
podrá contar contigo."

                                                                                                               
                                                                                        Madre Teresa

martes, 10 de marzo de 2009

Wilhelm Ketteler (1811-1877)

Obispo de Maguncia; fue, en la Alemania del s. XIX, una de las personas más destacadas y valientes en la lucha por la libertad de la conciencia y de la Iglesia y, sobre todo, el iniciador del pensamiento y del movimiento social católico; León XIII le llamó «su predecesor».
Hijo de una familia de antigua nobleza (tenía eJ título de barón de K.), n. el 25 dic. 1811 en Miinster. Recibió una excelente formación en el seno de su familia; estudió (1824-28) en el colegio jesuita de Brig (Suiza) y en 1829-33 en las facultades de Derecho de Gotinga, Heidelberg, Munich y Berlín. En 1835 ingresó en la Administración del Gobierno en Miinster; pero, impresionado por la prisión militar del arzobispo de Colonia, Clemens August von Droste-Vischering, en 1837, renunció a ser funcionario del Estado prusiano, porque «no quería servir a un Estado que exige sacrificar su conciencia» (carta a su hermano). Con la espontaneidad característica en él, se decidió a estudiar Teología; primero en el seminario de Eichstátt, luego en el colegio de los jesuitas de Innsbruck, terminando en la Univ. de Munich (1841-43), junto con su hermano Richard, antes oficial de húsares y después capuchino. En 1844 fue ordenado sacerdote.



En su patria de Westfalia, como capellán en Beckum (desde 1844) y cura párroco en Hopsten (desde 1846), conoció y sufrió a fondo las miserias del pueblo, experiencia de su futura misión de apóstol social. Elegido, contra su voluntad, diputado de la Asamblea Nacional de Francfort de 1848, se convirtió definitivamente en el abogado de la conciencia católica en Alemania. El 17 sept. 1848, la noticia del horrible asesinato del príncipe Félix von Lichnowsky y del general Hans Adolf von Auerswald, diputados, ejecutados cruelmente por las hordas de la Revolución, despertó en K. la conciencia del poder espantoso de las ideas e ideologías y del tremendo antagonismo en el mundo del hombre: la humanidad frente a la brutalidad, que sólo la conversión a Cristo puede superar. En la primera Asamblea general de los católicos de Alemania, presidida por Buss (v.), se destacó K. por sus conferencias sobre la libertad de la Iglesia (4 y 5 oct. 1848). Entre el 19 nov. y el 20 dic. 1848, K. pronunció en la catedral de Maguncia seis predicaciones de repercusión nacional sobre Los grandes problemas sociales en la actualidad. Partiendo de la doctrina de Tomás de Aquino (v.) sobre la propiedad -que no es un derecho absoluto, ya que existe la obligación de administrarla en favor del bien común-, K. rechaza los extremos del capitalismo (liberalismo) y del comunismo y propugna una justa distribución de los bienes no por la violencia, sino por una conversión de la conciencia.

En 1849, el obispo-príncipe de Breslau, Melchor von Diepenbrock, le llamó a Berlín y le nombró delegado apostólico en toda la diáspora católica de Prusia -inmenso campo de trabajo espiritual y social-. En 1850 K. fue consagrado obispo de Maguncia y como tal realizó una obra inmensa de renovación espiritual y moral,. a través de incansables viajes de visitas y predicaciones, misiones populares, conferencias diocesanas, fundaciones de congregaciones religiosas, cartas pastorales y otros escritos (más de 30 en 1850-62) y, sobre todo, fundó una Escuela Superior Teológica, adonde llamó a profesores católicos tan significados como Haffner, Heinrich, Lenning, Moufang, Riffel.

El libro de K. Libertad, autoridad e Iglesia (Maguncia 1862) suscitó una resonancia enorme entre amigos y enemigos. La obra principal de K. sobre El problema obrero y el cristianismo (Maguncia 1864) fue la Magna Carta del catolicismo social en Alemania. En la primavera de 1867 apareció una publicación de K. sobre Alemania después de la guerra de 1866, que revela su sentido de la política real y su espíritu de prudencia y conciliación, puesto de relieve además en sus infatigables intervenciones en las luchas entre el absolutismo estatal y los derechos y la libertad de la Iglesia. Cada vez más, K. reivindicó una legislación social para proteger a los trabajadores y a sus familias; los hitos de sus proclamas son: el discurso del 25 jul. 1869 en un campo cerca de Offenbach, ante 10.000 obreros; su ponencia en la Conferencia de los obispos alemanes en Fulda, del 26 jul. 1869; y su discurso sobre Liberalismo, socialismo y cristianismo en la XXI Asamblea general de los católicos alemanes (Maguncia, 14 sept. 1871). La conocida actitud de K. en el Conc. Vaticano 1 -siempre defendió, personalmente, la infalibilidad del Papa- se explica por su don de presagio político: ha previsto ya el «Kulturkampf» («lucha cultural»); y cuando -inmediatamente después de la guerra 1870-71-- realmente estalló la persecución de la Iglesia católica, K. volvió a defender la libertad religiosa, ya desde su puesto de diputado en el Reichstag, para el que había sido elegido, ya en público y en entrevistas personales con el canciller Bismarck y el emperador Guillermo I. De vuelta de su último viaje a Roma, donde Pío IX le había recibido con gran cariño y honor, cayó gravemente enfermo y murió de camino en el convento capuchino de Burghausen (río Salzach, Baviera), el 13 jul. de 1877. Su sepulcro está en la catedral de Maguncia, en la capilla de la Madre de Dios. Toda su vida fue una lucha por la conciencia; tenía siempre presente que «no hay religión sin libertad, pero tampoco hay libertad sin religión».

Anécdota

El obispo alemán Wilhelm Ketteler contaba que, cuando ya había recibido el título de abogado y pensaba dedicarse a esta profesión y fundar una familia, un día tuvo un sueño divino: Cristo estaba sobre mí en una nube de luz y me mostraba su Sagrado Corazón. Delante de Él, se encontraba de rodillas una monjita que levantaba sus manos en señal de oración. Y Jesús me dijo: “Ella reza por ti ininterrumpidamente”. Vi claramente su figura y no pude nunca olvidarme de su rostro.

Esta experiencia fue tan fuerte que me decidí a dejarlo todo y hacerme sacerdote. Y comencé mis estudios de teología a los 30 años. Estaba convencido de que una religiosa desconocida oraba por mí.

Pero un día el obispo de Ketteler fue a celebrar misa a un convento de religiosas y, al dar la comunión a la última de ellas, se quedó como inmóvil al reconocer a la religiosa de su sueño. Pidió a la Superiora que hiciera venir a todas las religiosas para conversar con ellas. Pero faltaba ella. ¿Por qué? Porque era la última hermana, la que se dedicaba a las tareas de la huerta y de la cocina. Pidió que la hiciera venir y, después, pudo conversar con ella a solas. Ella le confesó que todo lo que hacía y sufría lo ofrecía por un alma necesitada. El Señor sabrá a quién le ofrece mis oraciones. Siempre he orado como me enseñaba mi párroco por las personas más necesitadas de oración. Y hablando, el obispo se dio cuenta de que el día de su sueño y de su conversión era exactamente el día del nacimiento de esa religiosa.

Dios le había concedido su conversión en virtud de los méritos y oraciones que, en su providencia, sabía que iba a ofrecer esa religiosa por un alma necesitada y Dios lo escogió a él como beneficiario. Y el obispo bendijo a la hermana y la animó a seguir orando por esa intención. A ella no le descubrió el secreto. Pero sí a la madre Priora, a quien dijo que su vocación se la debía a esa pobre religiosa, que rezaba todos los días por un alma necesitada. Y el obispo le dijo: Si alguna vez me siento tentado de enorgullecerme de mis obras o de mis éxitos, no quiero olvidarme que todo se debe, no a mis méritos, sino a las oraciones de esa simple hermana, que trabaja en la cocina, en el gallinero y en las cosas más humildes del convento. Y esas cosas pequeñas tienen tanto valor ante Dios que han podido dar un obispo a la Iglesia.

domingo, 1 de marzo de 2009

Benedicto XVI: Miércoles de Ceniza

fragmentos

“La promesa de Dios es clara: si el pueblo escuchará la invitación a la conversión, Dios hará triunfar su misericordia y sus amigos serán colmados de innumerables favores”

“En la página evangélica, Jesús nos pone en guardia ante la insidia de la vanidad que lleva a la ostentación y a la hipocresía, a la superficialidad y al autocomplacencia, reafirma la necesidad de nutrir la rectitud del corazón. Él nos muestra al mismo tiempo el medio para crecer en esta pureza de intención; cultivar la intimidad con el Padre celeste”

“La victoria de Cristo espera que el discípulo la haga suya, y esto sucede ante todo con el Bautismo, mediante el cual, unidos a Jesús, nos hemos hecho vivientes que han regresado de entre los muertos”

"Que la Cuaresma, marcada por una intensa oración, un estilo de vida austero y penitencial, sea estímulo a la conversión y al amor sincero hacia los hermanos, especialmente aquellos más pobres y necesitados"