Repasando estos días la biografía -recientemente traducida al castellano- que sobre él escribe Julien Green, me he detenido en una página conmovedora. Es aquella en la que, tras contar los vertiginosos ayunos que él y sus frailes hicieron en Rivo Torto, una noche, durmiendo ya, oyó los lamentos de un hermano que gemía. Se levantó. «¿Qué os pasa, hermano?» «Lloro -respondió aquél- porque me muero de hambre.» Y entonces aparece el mejor Francisco: despierta a los demás hermanos y les explica que el ayuno está muy bien, pero que no pueden dejar que un hermano se muera de hambre. Y como tampoco deben dejarle que sufra la vergüenza de comer él solo, es necesario que todos los compañeros se levanten y se pongan juntos a comer con el. Y el hambre del hermano se convirtió en una fiesta, aunque la comida estuvo compuesta sólo de pan y unos pocos rábanos, pero bien regados por la alegría común.
Me encanta este cristianismo. Está bien el ayuno. Está bien dar de comer al hambriento. Está mucho mejor compartir todos juntos la humilde alegría que tenemos. Tengo la impresión de que hemos materializado incluso la justicia social. Los que hablan -y hacen bien- de ella suelen olvidarse de que repartir gozosamente el pan es la segunda parte fundamental de la justicia. Y que predicar amargamente el necesario reparto de los bienes es olvidarse de repartir lo fundamental: el gozo de amarse.
He pensado muchas veces en aquella primera Juana de Arco que pintó Peguy y que la dibujaba amargada y triste después de ayudar a los pobres, porque pensaba: «Yo estoy ayudando a este pobre, pero quedan millones sin socorrer, y además yo le ayudo hoy, pero ¿quién le ayudará mañana?» Hundida en estas ideas, Juana se sepultaba en el pesimismo.
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