lunes, 31 de marzo de 2008

Juan Pablo II a los jóvenes (fragmento)

"Vosotros sois la luz del mundo. Brille así vuestra luz delante de los hombres"(Mt 5, 14-16)

Queridos jóvenes:

Preguntaos: ¿creo en estas palabras de Jesús que recoge el evangelio? Jesús os llama la luz del mundo. Os pide que vuestra luz brille delante de los demás. Sé que en vuestro corazón queréis decirle: «Aquí estoy, Señor. Aquí estoy. Vengo a hacer tu voluntad» (Salmo responsorial; cf. Hb 10, 7). Pero sólo podréis compartir su luz y ser la luz del mundo si sois uno con Jesús.
¿Estáis preparados para ello?


Desgraciadamente, hoy mucha gente vive alejada de la luz, en un mundo de apariencias, un mundo de sombras fugaces y promesas incumplidas. Si contempláis a Jesús, si vivís la Verdad que es Jesús, tendréis en vosotros la luz que revela las verdades y los valores sobre los que podréis construir vuestra felicidad, construyendo al mismo tiempo un mundo de justicia, paz y solidaridad. Recordad lo que dijo Jesús: «Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12).


Dado que Jesús es la luz, también nosotros nos convertimos en luz cuando lo anunciamos. Éste es el centro de la misión cristiana, a la que cada uno de vosotros ha sido llamado por el bautismo y la confirmación. Estáis llamados a hacer que brille la luz de Cristo en el mundo.

Cuando erais niños, ¿no teníais a veces miedo de la oscuridad? Hoy ya no sois niños que tienen miedo de la oscuridad. Sois adolescentes y jóvenes adultos. Pero sois conscientes de que hay otro tipo de oscuridad en el mundo: la oscuridad de la duda y la incertidumbre. Podéis sentir la oscuridad de la soledad y el aislamiento. Vuestras angustias pueden derivar de cuestiones relacionadas con vuestro futuro o con remordimientos por vuestras opciones pasadas.

A veces el mundo mismo nos parece envuelto en la oscuridad: la oscuridad de los niños que tienen hambre y que incluso mueren; la oscuridad de las personas sin hogar, que carecen de trabajo y adecuada asistencia sanitaria; la oscuridad de la violencia: violencia contra los hijos por nacer, violencia en las familias, violencia de los grupos criminales, violencia de los abusos sexuales, y violencia de las drogas que destruyen el cuerpo, la mente y el corazón. Hay algo terriblemente equivocado cuando tantos jóvenes se ven arrastrados hacia la desesperación hasta el punto de quitarse la vida. En algunos Estados de esta nación ya se han aprobado leyes que permiten a los médicos poner fin a la vida de personas a las que, por el contrario, juraron ayudar. Se está rechazando el don de la vida, que Dios ha hecho. Se prefiere la muerte a la vida, y esto trae consigo la oscuridad de la desesperación.

Sin embargo, vosotros creéis en la luz (cf. Jn 12, 36). No escuchéis a los que os invitan a mentir, a incumplir vuestras responsabilidades, a pensar ante todo en vosotros mismos. No escuchéis a los que os dicen que la castidad es cosa del pasado. En vuestro corazón sabéis que el verdadero amor es un don de Dios y respeta su plan para la unión del hombre y la mujer en el matrimonio. No os dejéis arrastrar por falsos valores y eslóganes engañosos, especialmente sobre vuestra libertad. La verdadera libertad es un don maravilloso de Dios, y ha sido una parte valiosa de la historia de vuestro país. Pero cuando la libertad se separa de la verdad, las personas pierden su orientación moral y el entramado mismo de la sociedad empieza a rasgarse.

La libertad no es la capacidad de hacer todo lo que queremos y cuando queremos. Por el contrario, la libertad es la capacidad de vivir responsablemente la verdad de nuestra relación con Dios y con los demás. Acordaos de lo que dijo Jesús: «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 32). No permitáis que nadie os engañe o impida ver lo que realmente importa. Dirigíos a Jesús, escuchadlo y descubrid el significado y la orientación verdaderos de vuestra vida.

Sois hijos de la luz (cf. Jn 12, 36). Pertenecéis a Cristo, que os ha llamado por vuestro nombre. Vuestra primera responsabilidad es llegar a conocerlo lo más posible en vuestras parroquias, mediante la educación religiosa en vuestros institutos y colegios, en vuestros grupos juveniles y en los centros Newman.

Sin embargo, sólo llegaréis a conocerlo de manera personal y verdadera con la oración. Tenéis que hablar con él y escucharlo.

Hoy estamos viviendo en una época de comunicaciones inmediatas. Pero, ¿os dais cuenta de que la oración es una forma única de comunicación? La oración nos permite encontrar a Dios en lo más profundo de nuestro ser. Nos conecta directamente con el Dios vivo: Padre, Hijo y Espíritu Santo, en un constante intercambio de amor.

A través de la oración aprenderéis a convertiros en la luz del mundo, porque con la oración llegaréis a ser uno con la fuente de nuestra verdadera luz, Jesús mismo.

Cada uno de vosotros tiene una misión particular en la vida, y está llamado a ser discípulo de Cristo. Muchos de vosotros servirán a Dios en la vocación a la vida matrimonial cristiana; otros lo servirán como personas consagradas; otros como sacerdotes y religiosos. Pero todos debéis ser la luz del mundo. A los que pensáis que Cristo os está invitando a seguirlo en el sacerdocio o la vida consagrada, os dirijo una exhortación personal: os pido que le abráis generosamente vuestro corazón y no retraséis vuestra respuesta. El Señor os ayudará a conocer su voluntad; os ayudará a seguir con valentía vuestra vocación.

Jóvenes amigos, en los días, las semanas y los años futuros, cuando os acordéis de esta tarde, recordad que el Papa vino a los Estados Unidos, a la ciudad de San Luis, a llamar a los jóvenes de América para Cristo, a invitarlos a seguirlo. Vino a exhortaros a ser la luz del mundo. «La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la acogieron» (Jn 1, 5). Jesús, que venció el pecado y la muerte, os recuerda: «Yo estoy con vosotros todos los días» (Mt 28, 20). Os dice: «¡Ánimo! Soy yo, no temáis» (Mc 6, 50).

En el horizonte de esta ciudad se encuentra el Arco de acceso, que a menudo capta la luz del sol, con sus diferentes colores y matices. Así, también vosotros, de mil maneras diversas, debéis reflejar la luz de Cristo con vuestra vida de oración y con vuestro servicio gozoso a los demás. Con la ayuda de María, la Madre de Jesús, los jóvenes de América lo harán magníficamente.

Recordad: Cristo os llama; la Iglesia os necesita; el Papa cree en vosotros y espera grandes cosas de vosotros.¡Alabado sea Jesucristo!

Juan Pablo II . Martes 26 de enero de 1999, Estados unidos.

domingo, 30 de marzo de 2008

Juan Pablo II a los universitarios

"Los jóvenes y la universidad: dar testimonio de Cristo en el ambiente universitario"



En nuestra época es importante volver a descubrir el vínculo que une la Iglesia y la Universidad. La Iglesia, de hecho, no sólo ha tenido un papel decisivo en la institución de las primeras universidades, sino que ha sido a lo largo de los siglos taller de cultura, y aun hoy se ocupa activamente en este sentido mediante las Universidades católicas y las diversas formas de presencia en le vasto mundo universitario. La Iglesia aprecia la Universidad como uno de esos "bancos de trabajo, en los que la vocación del hombre al conocimiento, de la misma manera que el lazo constitutivo de la humanidad con la verdad, como objetivo del conocimiento, se convierte en una realidad cotidiana" para tantos profesores, jóvenes investigadores y multitud de estudiantes (Discurso a la UNESCO, nº 19, Ecclesia Nº 1986, 14.06.1980, pg. 21).


Queridos estudiantes, en la Universidad no sólo sois los destinatarios de los servicios, sino que sois los verdaderos protagonistas de las actividades que ahí se desarrollan. No es casualidad que el período de los estudios universitarios constituya una fase fundamental de vuestra existencia, durante la cual os preparáis para asumir la responsabilidad de elecciones decisivas que orientarán todo vuestro futuro. Por este motivo es necesario que afrontéis la etapa universitaria con una actitud de búsqueda de las justas respuestas a las preguntas esenciales sobre el significado de la vida, la felicidad y la plena realización del hombre, sobre la belleza como esplendor de la verdad.


Afortunadamente, hoy se ha debilitado mucho la influencia de las ideologías y utopías fomentadas por aquel ateísmo mesiánico que tanto ha incidido en el pasado en muchos ambientes universitarios. Pero no faltan nuevas corrientes ideológicas que reducen la razón sólo al horizonte de la ciencia experimental y, por ende, al conocimiento técnico e instrumental, para encerrarla a veces en una visión escéptica y nihilista. Además de inútiles, estos intentos de huir de la pregunta del sentido profundo de la existencia pueden transformarse incluso en peligrosos.


Mediante el don de la fe hemos encontrado a Aquel que se nos presenta con aquellas palabras sorprendentes: "Yo soy la verdad" (Jn 14,6). ¡Jesús es la verdad del cosmos y de la historia, el sentido y el destino de la existencia humana, el fundamento de toda realidad! A vosotros, que habéis acogido esta Verdad como vocación y certeza de vuestra vida, os toca dar razón de vuestra fe también en el ambiente y en el trabajo universitario. Ahora se impone la pregunta: ¿cuánto incide la verdad de Cristo en vuestro estudio, en la búsqueda, en el conocimiento de la realidad, en la formación integral de la persona? Puede suceder, también entre aquellos que profesan ser cristianos, que algunos de hecho se comporten en la Universidad como si Dios no existiese. El cristianismo no es una simple preferencia religiosa subjetiva, finalmente irracional, relegada al ámbito de lo privado. Como cristianos tenemos el deber de testimoniar aquello que afirma el Concilio Vaticano II en la Gaudium et spes: "La fe todo lo ilumina con nueva luz y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre. Por ello orienta la mente hacia soluciones plenamente humanas". (Nº 11). Debemos demostrar que la fe y la razón no son inconciliables, sino que "la fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad" (cfr. Fides et ratio, Intr.).


¡Jóvenes amigos! Vosotros sois los discípulos y los testigos de Cristo en la Universidad. Sea para todos vosotros el tiempo universitario un tiempo de gran maduración espiritual e intelectual, que os haga profundizar vuestra relación personal con Cristo. Pero si vuestra fe está unida simplemente a fragmentos de tradición, a buenos sentimientos o a una ideología genérica religiosa, entonces no estaréis en condiciones de resistir al impacto ambiental. Por lo tanto, intentad permanecer fieles a vuestra identidad cristiana y enraizados en la comunión eclesial. Para ello alimentaos de una constante oración. Elegid, cuando sea posible, buenos maestros universitarios.


No os quedéis aislados en ambientes que a menudo son difíciles, sino participad activamente en la vida de las asociaciones, movimientos y comunidades eclesiales que actúan en el ámbito universitario. Acercaos a las parroquias universitarias y dejaos ayudar por las capellanías. Hay que ser constructores de la Iglesia en la Universidad, o sea, de una comunidad visible que cree, que reza, que da testimonio de la esperanza y que acoge en la caridad toda huella del bien, de la verdad y de la belleza de la vida universitaria. Estoy seguro que los Pastores no dejarán de preocuparse por dedicar un especial cuidado a los ambientes universitarios y destinarán a esta misión santos y competentes sacerdotes.


No basta "hablar" de Jesús a los jóvenes universitarios: también hay que hacerles "ver" a Cristo a través del testimonio elocuente de la vida (cfr. Novo millennio ineunte, 16). Os deseo que puedan fortalecer vuestro amor por la Iglesia universal y vuestro compromiso al servicio del mundo universitario. Cuento con cada uno y cada una de vosotros para transmitir a vuestras Iglesias locales y a vuestros grupos eclesiales la riqueza de los dones que en estas intensas jornadas recibís.


Al invocar en vuestro camino la protección de la Virgen María, Sede de la Sabiduría, imparto de corazón una especial Bendición Apostólica a vosotros y a todos los que junto a vosotros, quienes componen la gran "comunidad universitaria".


Desde el Vaticano, 25 de marzo 2004

JUAN PABLO II

jueves, 27 de marzo de 2008

ORACIÓN A MARIA MADRE

F.V.D.

Préstame Madre tus ojos
para con ellos mirar
porque si con ellos miro
nunca volveré a pecar.

Préstame Madre tus labios
para con ellos rezar
porque si con ellos rezo
Jesús me podrá escuchar

Préstame Madre tu lengua
para poder comulgar
pues es tu lengua materna
de amor y de santidad.

Préstame Madre tus brazos
para poder trabajar
que así rendirá mi trabajo
una y mil veces más.

Préstame Madre tu manto
para cubrir mi maldad
pues cubierta con tu manto
al Cielo he de llegar.
Préstame Madre a tu Hijo
para poderlo yo amar
pues si me das a Jesús
qué más puedo yo desear ?

Así será esta mi dicha
por toda la eternidad.

Amén.

lunes, 24 de marzo de 2008

MENSAJE URBI ET ORBI DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

F.V.D.

Resurrexi, et adhuc tecum sum. Alleluia! He resucitado, estoy siempre contigo. ¡Aleluya!

Queridos hermanos y hermanas, Jesús, crucificado y resucitado, nos repite hoy este anuncio gozoso: es el anuncio pascual. Acojámoslo con íntimo asombro y gratitud.

“Resurrexi et adhuc tecum sum”. “He resucitado y aún y siempre estoy contigo”. Estas palabras, entresacadas de una antigua versión del Salmo 138 (v.18b), resuenan al comienzo de la Santa Misa de hoy. En ellas, al surgir el sol de la Pascua, la Iglesia reconoce la voz misma de Jesús que, resucitando de la muerte, colmado de felicidad y amor, se dirige al Padre y exclama: Padre mío, ¡heme aquí! He resucitado, todavía estoy contigo y lo estaré siempre; tu Espíritu no me ha abandonado nunca. Así también podemos comprender de modo nuevo otras expresiones del Salmo: “Si escalo al cielo, allí estás tú, si me acuesto en el abismo, allí te encuentro...Por que ni la tiniebla es oscura para ti, la noche es clara como el día; para ti las tinieblas son como luz” (Sal 138, 8.12). Es verdad: en la solemne vigilia de Pascua las tinieblas se convierten en luz, la noche cede el paso al día que no conoce ocaso. La muerte y resurrección del Verbo de Dios encarnado es un acontecimiento de amor insuperable, es la victoria del Amor que nos ha liberado de la esclavitud del pecado y de la muerte. Ha cambiado el curso de la historia, infundiendo un indeleble y renovado sentido y valor a la vida del hombre.

“He resucitado y estoy aún y siempre contigo”. Estas palabras nos invitan a contemplar a Cristo resucitado, haciendo resonar en nuestro corazón su voz. Con su sacrificio redentor Jesús de Nazaret nos ha hecho hijos adoptivos de Dios, de modo que ahora podemos introducirnos también nosotros en el diálogo misterioso entre Él y el Padre. Viene a la mente lo que un día dijo a sus oyentes: “Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27). En esta perspectiva, advertimos que la afirmación dirigida hoy por Jesús resucitado al Padre, - “Estoy aún y siempre contigo” - nos concierne también a nosotros, que somos hijos de Dios y coherederos con Cristo, si realmente participamos en sus sufrimientos para participar en su gloria (cf. Rm 8,17). Gracias a la muerte y resurrección de Cristo, también nosotros resucitamos hoy a la vida nueva, y uniendo nuestra voz a la suya proclamamos nuestro deseo de permanecer para siempre con Dios, nuestro Padre infinitamente bueno y misericordioso.

Entramos así en la profundidad del misterio pascual. El acontecimiento sorprendente de la resurrección de Jesús es esencialmente un acontecimiento de amor: amor del Padre que entrega al Hijo para la salvación del mundo; amor del Hijo que se abandona en la voluntad del Padre por todos nosotros; amor del Espíritu que resucita a Jesús de entre los muertos con su cuerpo transfigurado. Y todavía nás: amor del Padre que “vuelve a abrazar” al Hijo envolviéndolo en su gloria; amor del Hijo que con la fuerza del Espíritu vuelve al Padre revestido de nuestra humanidad transfigurada. Esta solemnidad, que nos hace revivir la experiencia absoluta y única de la resurrección de Jesús, es un llamamiento a convertirnos al Amor; una invitación a vivir rechazando el odio y el egoísmo y a seguir dócilmente las huellas del Cordero inmolado por nuestra salvación, a imitar al Redentor “manso y humilde de corazón”, que es descanso para nuestras almas (cf. Mt 11,29).



Hermanas y hermanos cristianos de todos los rincones del mundo, hombres y mujeres de espíritu sinceramente abierto a la verdad: que nadie cierre el corazón a la omnipotencia de este amor redentor. Jesucristo ha muerto y resucitado por todos: ¡Él es nuestra esperanza! Esperanza verdadera para cada ser humano. Hoy, como hizo en Galilea con sus discípulos antes de volver al Padre, Jesús resucitado nos envía también a todas partes como testigos de su esperanza y nos garantiza: Yo estoy siempre con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,20). Fijando la mirada del alma en las llagas gloriosas de su cuerpo transfigurado, podemos entender el sentido y el valor del sufrimiento, podemos aliviar las múltiples heridas que siguen ensangrentando a la humanidad, también en nuestros días. En sus llagas gloriosas reconocemos los signos indelebles de la misericordia infinita del Dios del que habla al profeta: Él es quien cura las heridas de los corazones desgarrados, quien defiende a los débiles y proclama la libertad a los esclavos, quien consuela a todos los afligidos y ofrece su aceite de alegría en lugar del vestido de luto, un canto de alabanza en lugar de un corazón triste (cf. Is 61,1.2.3). Si nos acercamos a Él con humilde confianza, encontraremos en su mirada la respuesta al anhelo más profundo de nuestro corazón: conocer a Dios y entablar con Él una relación vital en una auténtica comunión de amor, que colme de su mismo amor nuestra existencia y nuestras relaciones interpersonales y sociales. Para esto la humanidad necesita a Cristo: en Él, nuestra esperanza, “fuimos salvados” (cf. Rm 8,24)

Cuántas veces las relaciones entre personas, grupos y pueblos, están marcadas por el egoísmo, la injusticia, el odio, la violencia, en vez de estarlo por el amor. Son las llagas de la humanidad, abiertas y dolientes en todos los rincones del planeta, aunque a veces ignoradas e intencionadamente escondidas; llagas que desgarran el alma y el cuerpo de innumerables hermanos y hermanas nuestros. Éstas esperan obtener alivio y ser curadas por las llagas gloriosas del Señor resucitado (cf. 1 P 2, 24-25) y por la solidaridad de cuantos, siguiendo sus huellas y en su nombre, realizan gestos de amor, se comprometen activamente en favor de la justicia y difunden en su alrededor signos luminosos de esperanza en los lugares ensangrentados por los conflictos y dondequiera que la dignidad de la persona humana continúe siendo denigrada y vulnerada. El anhelo es que precisamente allí se multipliquen los testimonios de benignidad y de perdón.

Queridos hermanos y hermanas, dejémonos iluminar por la luz deslumbrante de este Día solemne; abrámonos con sincera confianza a Cristo resucitado, para que la fuerza renovadora del Misterio pascual se manifieste en cada uno de nosotros, en nuestras familias y nuestros Países. Se manifieste en todas las partes del mundo. No podemos dejar de pensar en este momento, de modo particular, en algunas regiones africanas, como Dafur y Somalia, en el martirizado Oriente Medio, especialmente en Tierra Santa, en Irak, en Líbano y, finalmente, en Tibet, regiones para las cuales aliento la búsqueda de soluciones que salvaguarden el bien y la paz. Invoquemos la plenitud de los dones pascuales por intercesión de María que, tras haber compartido los sufrimientos de la Pasión y crucifixión de su Hijo inocente, ha experimentado también la alegría inefable de su resurrección. Que, al estar asociada a la gloria de Cristo, sea Ella quien nos proteja y nos guíe por el camino de la solidaridad fraterna y de la paz. Éstos son mis anhelos pascuales, que transmito a los que estáis aquí presentes y a los hombres y mujeres de cada nación y continente unidos con nosotros a través de la radio y de la televisión.

Benedicto XVI
Semana Santa 2008

sábado, 22 de marzo de 2008

Mensaje de Pascua del Arzobispo de Buenos Aires a los jóvenes

F.V.D.

Queridos muchachos y chicas:

Resucitó Cristo, nuestra esperanza! Este es el grito que resuena en la Iglesia y en el mundo desde hace más de dos mil años en cada Pascua. Pero ¿Es posible hoy seguir esperando?

Sí, Cristo ha resucitado y nos empuja a descubrir que lo imposible también forma parte de nuestra vida, porque Dios se ha metido en nuestra historia de una vez y para siempre. Creer en la resurrección significa no resignarse a que el mundo siga adelante siempre de la misma manera. Celebrar la pascua es creer con toda la fuerza de nuestro corazón que Cristo sigue viviendo en medio de nosotros y que es capaz de transformarnos desde dentro para ayudarnos a construir el mundo y la vida que anhelamos, y que nos parece tan lejano.


Celebrar la pascua es dejar que el Resucitado venza nuestro miedo y desconfianza.

La noche terminó. La luz que se ha encendido en medio de la oscuridad nos muestra un mundo nuevo.

La piedra que encerraba “la vida” fue arrojada lejos por Cristo. Él es la vida que no puede quedar sepultada por nada ni por nadie.

Esta Pascua tiene que ser más que nunca un paso de Dios por nuestra vida y por la historia que nos está tocando vivir; una invitación, casi como un deber, a ser esperanza de un mundo que agoniza resucitándolo con el testimonio de la fraternidad y la solidaridad, de la lucha por la verdad y la justicia, de la confianza y el amor, del perdón y la reconciliació n, de la generosidad y la entrega.

La juventud es el momento donde la vida se hace más fuerte, donde estalla, florece, se abre paso; por eso ustedes, más que ningún otro, tienen el desafío de hacer pascua cada día y llenar de “Vida” la vida.


El que es “la Vida esta entre nosotros con su fuerza arrolladora y todo puede comenzar de nuevo.
Dios quitó la piedra que mantiene encerrada nuestra esperanza y nos invita a buscar lo que vale la pena, a que no tengamos miedo a soñar y tener ideales grandes, a arriesgarnos yendo por dónde Dios hace galopar nuestro corazón. No tengamos miedo.


Dios mantiene su palabra.
Dios es dueño de lo imposible.
Dios se muestra en lo increíble.
El amor tiene la última palabra.


Al pensar en ustedes, me viene de un modo especial la imagen de Jesús en la cruz mirando a su madre y al joven Juan. Jesús sin miedo le confió a su Madre. En esta pascua quiero confiarles nuestra iglesia arquidiocesana, ella es la Madre que necesita que sus hijos jóvenes, la cuiden, la sostengan, la hagan caminar, la embellezcan y la renueven con la frescura de sus corazones enamorados de Jesucristo y apasionados por el Reino de Dios.

Anímense a ser testigos de lo increíble, constructores de esperanza. Jesús no defrauda y nuevamente les dice “acá estoy, soy la vida”

Feliz Pascua, y por favor, les pido que recen por mí.

Card. Jorge Mario Bergoglio s.j.

Semana Santa 2008

martes, 18 de marzo de 2008

"Con Cristo la santidad es posible.”

Jesús salió al encuentro de la muerte, no se retiró ante ninguna de las consecuencias de su “ser con nosotros” como Emmanuel. Se puso en nuestro lugar, rescatándonos sobre la cruz del mal y del pecado. Del mismo modo que el centurión romano viendo como Jesús moría comprendió que era el Hijo de Dios, también nosotros, viendo y contemplando el Crucifijo, podemos comprender quién es realmente Dios, que revela en Él la medida de su amor hacia el hombre. “Pasión” quiere decir amor apasionado, que en el darse no hace cálculos: la pasión de Cristo es el culmen de toda su existencia “dada” a los hermanos para revelar el corazón del Padre. La Cruz, que parece alzarse desde la tierra, en realidad cuelga del cielo, como abrazo divino que estrecha al universo. La Cruz «se manifiesta como centro, sentido y fin de toda la historia y de cada vida humana» (Evangelium vitæ, 50).

¡Contemplad y reflexionad! Dios nos ha creado para compartir su misma vida; nos llama a ser sus hijos, miembros vivos del Cuerpo místico de Cristo, templos luminosos del Espíritu del Amor. Nos llama a ser “suyos”: quiere que todos seamos santos. Queridos jóvenes, ¡tened la santa ambición de ser santos, como Él es santo!

Me preguntaréis: ¿pero hoy es posible ser santos? Si sólo se contase con las fuerzas humanas, tal empresa sería sin duda imposible. De hecho conocéis bien vuestros éxitos y vuestros fracasos; sabéis qué cargas pesan sobre el hombre, cuántos peligros lo amenazan y qué consecuencias tienen sus pecados. Tal vez se puede tener la tentación del abandono y llegar a pensar que no es posible cambiar nada ni en el mundo ni en sí mismos.

Aunque el camino es duro, todo lo podemos en Aquel que es nuestro Redentor. No os dirijáis a otro si no a Jesús. No busquéis en otro sitio lo que sólo Él puede daros, porque «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hc 4,12). Con Cristo la santidad es posible. Contad con él, creed en la fuerza invencible del Evangelio y poned la fe como fundamento de vuestra esperanza. Jesús camina con vosotros, os renueva el corazón y os infunde valor con la fuerza de su Espíritu.

Jóvenes de todos los continentes, ¡no tengáis miedo de ser los santos del nuevo milenio! Sed contemplativos y amantes de la oración, coherentes con vuestra fe y generosos en el servicio a los hermanos, miembros activos de la Iglesia y constructores de paz. Para realizar este comprometido proyecto de vida, permaneced a la escucha de la Palabra, sacad fuerza de los sacramentos, sobre todo de la Eucaristía y de la Penitencia. El Señor os quiere apóstoles intrépidos de su Evangelio y constructores de la nueva humanidad. Pero ¿cómo podréis afirmar que creéis en Dios hecho hombre si no os pronunciáis contra todo lo que degrada la persona humana y la familia? Si creéis que Cristo ha revelado el amor del Padre hacia toda criatura, no podéis eludir el esfuerzo para contribuir a la construcción de un nuevo mundo, fundado sobre la fuerza del amor y del perdón, sobre la lucha contra la injusticia y toda miseria física, moral, espiritual, sobre la orientación de la política, de la economía, de la cultura y de la tecnología al servicio del hombre y de su desarrollo integral.

“Contemplando el Crucifijo, podemos comprender quién es realmente Dios,

que revela en Él la medida de su amor hacia el hombre.

“Pasión” quiere decir amor apasionado.

Jesús camina con vosotros, os renueva el corazón,

y os infunde valor con la fuerza de su Espíritu.

Aunque el camino es duro, todo lo podemos en Aquel que es nuestro Redentor.

No os dirijáis a otro si no a Jesús.

No busquéis en otro sitio lo que sólo Él puede daros

Dios quiere que todos seamos santos.

Queridos jóvenes, ¡tened la santa ambición de ser santos, como Él es santo!

¡No tengáis miedo de ser los santos del nuevo milenio!

Con Cristo la santidad es posible.”

Juan Pablo II


sábado, 15 de marzo de 2008

Enamorarse




"Nada puede ser mas importante que encontrar a Dios.

Es decir, enamorarse de Él

de una manera definitiva y absoluta.

Aquello de lo que te enamoras atrapa tu imaginación,

y acaba por ir dejando huella en todo.

Será lo que decida qué es lo que te saca de la cama

cada mañana,

qué haces con tus atardeceres,

en qué empleas tus fines de semana,

lo que lees, lo que conoces,

lo que rompe tu corazón,

y lo que te sobrecoge de alegría y gratitud.

¡Enamórate!

¡Permanece en el Amor!

Todo será de otra manera."

P. Pedro Arrupe

viernes, 14 de marzo de 2008

La Cuaresma, camino de preparación en el Amor


La Cuaresma es el tiempo privilegiado de la peregrinación interior hacia Aquél que es la fuente de la misericordia. Dirijamos nuestra mirada, en este tiempo de penitencia y de oración, a Cristo crucificado que, muriendo en el Calvario, nos reveló plenamente el amor de Dios. Es una peregrinación en la que Él mismo nos acompaña a través del desierto de nuestra pobreza, sosteniéndonos en el camino hacia la alegría intensa de la Pascua. Dios nos guarda y nos sostiene.

En el misterio de la cruz se revela plenamente el poder irrefrenable de la misericordia del Padre. Para reconquistar el amor de su criatura, aceptó pagar un precio muy alto: la sangre de su Hijo unigénito. La muerte, que para el primer Adán era signo extremo de soledad y de impotencia, se transformó de este modo en el acto supremo de amor y de libertad del nuevo Adán. En la cruz Dios mismo mendiga el amor de su criatura: tiene sed del amor de cada uno de nosotros.

¿Qué mayor «eros loco» (N. Cabasilas, Vida en Cristo, 648) que el que impulsó al Hijo de Dios a unirse a nosotros hasta el punto de sufrir las consecuencias de nuestros delitos como si fueran propias?

Jesús dijo: «Yo, cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). La respuesta que el Señor desea ardientemente de nosotros es ante todo que aceptemos su amor y nos dejemos atraer por él. Sin embargo, aceptar su amor no es suficiente. Hay que corresponder a ese amor y luego comprometerse a comunicarlo a los demás: Cristo «me atrae hacia sí» para unirse a mí, a fin de que aprenda a amar a los hermanos con su mismo amor.

En el camino cuaresmal, por el agua, recordando nuestro bautismo, se nos exhorta a salir de nosotros mismos para abrirnos, con un abandono confiado, al abrazo misericordioso del Padre. La sangre, símbolo del amor del buen Pastor, llega a nosotros especialmente en el misterio eucarístico: «La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús (...); nos implicamos en la dinámica de su entrega» (Deus caritas est, 13).

Vivamos, pues, la Cuaresma como un tiempo «eucarístico», en el que, aceptando el amor de Jesús, aprendamos a difundirlo a nuestro alrededor con cada gesto y cada palabra. De ese modo, contemplar «al que traspasaron» nos llevará a abrir el corazón a los demás, reconociendo las heridas infligidas a la dignidad del ser humano; y nos llevará, en especial, a luchar contra toda forma de desprecio de la vida y de explotación de la persona, y a aliviar los dramas de la soledad y del abandono de muchas personas.
Efectivamente, hoy el Señor escucha también el grito de las multitudes hambrientas de alegría, de paz y de amor. «Al ver Jesús a las gentes se compadecía de ellas» (Mt 9,36). A este respecto deseo reflexionar sobre una cuestión muy debatida en la actualidad: el problema del desarrollo. La «mirada» conmovida de Cristo se detiene también hoy sobre los hombres y los pueblos, puesto que por el «proyecto» divino todos están llamados a la salvación. Jesús, ante las insidias que se oponen a este proyecto, se compadece de las multitudes: las defiende de los lobos, aun a costa de su vida. Con su mirada, Jesús abraza a las multitudes y a cada uno, y los entrega al Padre, ofreciéndose a sí mismo en sacrificio de expiación.

Para promover un desarrollo integral, es necesario que nuestra «mirada» sobre el hombre se asemeje a la de Cristo. En efecto, de ningún modo es posible dar respuesta a las necesidades materiales y sociales de los hombres sin colmar, sobre todo, las profundas necesidades de su corazón. Esto debe subrayarse con mayor fuerza en nuestra época de grandes transformaciones, en la que percibimos de manera cada vez más viva y urgente nuestra responsabilidad ante los pobres del mundo. Por eso, la primera contribución que la Iglesia ofrece al desarrollo del hombre y de los pueblos no se basa en medios materiales ni en soluciones técnicas, sino en el anuncio de la verdad de Cristo, que forma las conciencias y muestra la auténtica dignidad de la persona y del trabajo, promoviendo la creación de una cultura que responda verdaderamente a todos los interrogantes del hombre.

Hoy, en el contexto de la interdependencia global, se puede constatar que ningún proyecto económico, social o político puede sustituir el don de uno mismo a los demás en el que se expresa la caridad. Quien actúa según esta lógica evangélica vive la fe como amistad con el Dios encarnado y, como Él, se preocupa por las necesidades materiales y espirituales del prójimo. Lo mira como un misterio inconmensurable, digno de infinito cuidado y atención. Qien no da a Dios, da demasiado poco; como decía a menudo la beata Teresa de Calcuta: «la primera pobreza de los pueblos es no conocer a Cristo». Por esto es preciso ayudar a descubrir a Dios en el rostro misericordioso de Cristo: sin esta perspectiva, no se construye una civilización sobre bases sólidas.

Gracias a hombres y mujeres obedientes al Espíritu Santo, han surgido en la Iglesia muchas obras de caridad, dedicadas a promover el desarrollo: hospitales, universidades, escuelas de formación profesional, pequeñas empresas. Son iniciativas que han demostrado, mucho antes que otras actuaciones de la sociedad civil, la sincera preocupación hacia el hombre por parte de personas movidas por el mensaje evangélico. Estas obras indican un camino para guiar aún hoy el mundo hacia una globalización que ponga en el centro el verdadero bien del hombre y, así, lleve a la paz auténtica. Un desarrollo basado en el respeto de la dignidad de todo hombre. La edificación de un mundo animado por la caridad.

Teniendo en cuenta la victoria de Cristo sobre todo mal que oprime al hombre, la Cuaresma nos quiere guiar precisamente a esta salvación integral. Al dirigirnos al divino Maestro, al convertirnos a Él, al experimentar su misericordia gracias al sacramento de la Reconciliación, descubriremos una «mirada» que nos escruta en lo más hondo y puede reanimar a las multitudes y a cada uno de nosotros. Devuelve la confianza a cuantos no se cierran en el escepticismo, abriendo ante ellos la perspectiva de la salvación eterna. Por tanto, aunque parezca que domine el odio, el Señor no permite que falte nunca el testimonio luminoso de su amor. A María, «fuente viva de esperanza», le encomiendo nuestro camino cuaresmal, para que nos lleve a su Hijo.


Que la Cuaresma sea para todos los cristianos
una experiencia renovada del amor de Dios
que se nos ha dado en Cristo,
amor que también nosotros cada día
debemos «volver a dar» al prójimo,
especialmente al que sufre y al necesitado.
Sólo así podremos participar plenamente en la alegría de la Pascua.

BENEDICTUS PP. XVI

lunes, 10 de marzo de 2008

Adoración Eucarística jueves 13 de Marzo

F.V.D.

“No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” Jn 15, 13


Jueves 13 de Marzo

20 hs

Colegio San Pablo
(esq. de Melo y Larrea)

Sobre la oración, de San Juan María Vianney.

“Hijos míos: el tesoro del hombre cristiano no está en la tierra sino en el cielo. Por eso, nuestro pensamiento debe estar siempre orientado hacia allí, donde está nuestro tesoro. El hombre tiene un hermoso deber y obligación: orar y amar. Si oráis y amáis, habréis hallado la felicidad en este mundo. La oración no es otra cosa que la unión con Dios.Quien tiene el corazón puro y unido a Dios experimenta en sí mismo como una suavidad y dulzura que lo embriaga; se siente como rodeado de una luz admirable. En esta íntima unión, Dios y el alma son como dos trozos de cera fundidos en uno solo, que ya nadie puede separar”

XII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

«Maestro, ¿dónde vives? Venid y veréis» (cfr. Jn 1,38-39)

Muy queridos jóvenes:

1. Me dirijo a vosotros con alegría, continuando el largo diálogo que, con motivo de las Jornadas Mundiales de la Juventud, estamos realizando. En comunión con todo el pueblo de Dios que camina hacia el Gran Jubileo del año 2000, quiero invitaros este año a fijar la mirada en Jesús, Maestro y Señor de nuestra vida, mediante las palabras que encontramos en el Evangelio de Juan: «Maestro, ¿dónde vives? Venid y veréis» (cfr. 1,38-39).

En los próximos meses, en todas las Iglesias locales os encontraréis con vuestros pastores para reflexionar sobre estas palabras evangélicas. Después, en agosto de 1997, viviremos juntos la celebración de la XII Jornada Mundial de la Juventud a nivel internacional en París, en el corazón del continente europeo. En aquella metrópolis, desde siglos encrucijada de pueblos, de arte y de cultura, los jóvenes de Francia se están preparando con gran entusiasmo para acoger a sus coetáneos provenientes de todos los rincones del planeta. Siguiendo la Cruz del Año Santo, el pueblo de las jóvenes generaciones que creen en Cristo será una vez más icono vivo de la Iglesia peregrina por los caminos del mundo. En los encuentros de oración y reflexión, en el diálogo que une superando las diferencias de lengua y de raza, en el intercambio de ideales, problemas y esperanzas, experimentará vitalmente la promesa de Jesús: «Donde están dos o tres ?reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20).

2. Jóvenes de todo el mundo, ¡en el camino de la vida cotidiana podéis encontrar al Señor! ¿Os acordáis de los discípulos que, acudiendo a la orilla del Jordán para escuchar las palabras del último de los grandes profetas, Juan el Bautista, vieron como indicaba que Jesús de Nazaret era el Mesías, el Cordero de Dios? Ellos, llenos de curiosidad, decidieron seguirle a distancia, casi tímidos y sin saber que hacer, hasta que él mismo, volviéndose, preguntó: «¿Qué buscáis?», suscitando aquel diálogo que dio inicio a la aventura de Juan, de Andrés, de Simón «Pedro» y de los otros apóstoles (cfr. Jn 1,29-51).

Precisamente en aquel encuentro sorprendente, descrito con pocas y esenciales palabras, encontramos el origen de cada recorrido de fe. Es Jesús quien toma la iniciativa. Cuando Él está en medio, la pregunta siempre se da la vuelta: de interrogantes se pasa a ser interrogados, de «buscadores» nos descubrimos «encontrados»; es Él, de hecho, quien desde siempre nos ha amado primero (cfr. 1Jn 4,10). Ésta es la dimensión fundamental del encuentro: no hay que tratar con algo, sino con Alguien, con «el que Vive». Los cristianos no son discípulos de un sistema filosófico: son los hombres y las mujeres que han hecho, en la fe, la experiencia del encuentro con Cristo (cfr. 1Jn 1,1-4).

Vivimos en una época de grandes transformaciones, en la que declinan rápidamente ideologías que parecía que podían resistir el desgaste del tiempo, y en el planeta se van modificando los confines y las fronteras. Con frecuencia la humanidad se encuentra en la incertidumbre, confundida y preocupada (cfr. Mt 9,36), pero la Palabra de Dios no pasa; recorre la historia y, con el cambio de los acontecimientos, permanece estable y luminosa (cfr. Mt 24,35). La fe de la Iglesia está fundada en Jesucristo, único salvador del mundo: ayer, hoy y siempre (cfr. Hb 13,8). La Palabra remite a Cristo, porque a Él se dirigen las preguntas que brotan del corazón humano frente al misterio de la vida y de la muerte. Él es el único que puede ofrecer respuestas que no engañan o decepcionan.

Trayendo a la memoria vuestras palabras en los inolvidables encuentros que he tenido la alegría de vivir con vosotros en mis viajes apostólicos por todo el mundo, me parece descubrir en ellas, de forma insistente y viva, la misma pregunta de los discípulos: «Maestro, ¿dónde vives?». Aprended a escuchar de nuevo, en el silencio de la oración, la respuesta de Jesús: «Venid y veréis».

3. Muy queridos jóvenes, como los primeros discípulos, ¡seguid a Jesús! No tengáis miedo de acercaros a Él, de cruzar el umbral de su casa, de hablar con Él cara a cara, como se está con un amigo (cfr. Ex 33,11). No tengáis miedo de la «vida nueva» que Él os ofrece: Él mismo, con la ayuda de su gracia y el don de su Espíritu, os da la posibilidad de acogerla y ponerla en práctica.

Es verdad: Jesús es un amigo exigente que indica metas altas, pide salir de uno mismo para ir a su encuentro, entregándole toda la vida: «quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8,35). Esta propuesta puede parecer difícil y en algunos casos incluso puede dar miedo. Pero – os pregunto – ¿es mejor resignarse a una vida sin ideales, a un mundo construido a la propia imagen y semejanza, o más bien buscar con generosidad la verdad, el bien, la justicia, trabajar por un mundo que refleje la belleza de Dios, incluso a costa de tener que afrontar las pruebas que esto conlleva?

¡Abatid las barreras de la superficialidad y del miedo! Reconociéndoos hombres y mujeres «nuevos», regenerados por la gracia bautismal, conversad con Jesús en la oración y en la escucha de la Palabra; gustad la alegría de la reconciliación en el sacramento de la Penitencia; recibid el Cuerpo y la Sangre de Cristo en la Eucaristía; acogedlo y servidle en los hermanos. Descubriréis la verdad sobre vosotros mismos, la unidad interior y encontraréis al «Tú» que cura de las angustias, de las preocupaciones, de aquel subjetivismo salvaje que no deja paz.

4. «Venid y veréis». Encontraréis a Jesús allí donde los hombres sufren y esperan: en los pequeños pueblos diseminados en los continentes, aparentemente al margen de la historia, como era Nazaret cuando Dios envió su Ángel a María; en las grandes metrópolis donde millones de seres humanos frecuentemente viven como extraños. Cada ser humano, en realidad, es «conciudadano» de Cristo.

Jesús vive junto a nosotros, en los hermanos con los que compartís la existencia cotidiana. Su rostro es el de los más pobres, de los marginados, víctimas casi siempre de un modelo injusto de desarrollo, que pone el beneficio en el primer puesto y hace del hombre un medio en lugar de un fin. La casa de Jesús está donde un ser humano sufre por sus derechos negados, sus esperanzas traicionadas, sus angustias ignoradas. Allí, entre los hombres, está la casa de Cristo, que os pide que sequéis, en su nombre, toda lágrima y que les recordéis a los que se sienten solos que nadie está solo si pone en Él su esperanza (cfr. Mt 25,31-46).

5. Jesús vive entre los que le invocan sin haberlo conocido; entre los que, habiendo empezado a conocerlo, sin su culpa, lo han perdido; entre los que lo buscan con corazón sincero, aún perteneciendo a situaciones culturales y religiosas diferentes (cfr. Lumen gentium, 16). Discípulos y amigos de Jesús, haceos artífices de diálogo y de colaboración con todos los que creen en un Dios que gobierna con infinito amor el universo; convertíos en embajadores de aquel Mesías que habéis encontrado y conocido en su «casa», la Iglesia, de forma que otros muchos de vuestros coetáneos puedan seguir sus huellas, iluminados por vuestra fraterna caridad y por la alegría de vuestra mirada que ha contemplado a Cristo.

Jesús vive entre los hombres y las mujeres «que se honran con el nombre de cristianos» (cfr. Lumen gentium, 15). Todos los pueden encontrar en las Escrituras, en la oración y en el servicio al prójimo. En la vigilia del tercer milenio, cada día es más urgente reparar el escándalo de la división entre los cristianos, reforzando la unidad por medio del diálogo, de la oración común y del testimonio. No se trata de ignorar las divergencias y los problemas utilizando un cierto relativismo, porque sería como cubrir la herida sin curarla, con el riesgo de interrumpir el camino antes de haber llegado a la meta de la plena comunión. Al contrario, se trata de actuar – guiados por el Espíritu Santo – con vistas a una real reconciliación, confiando en la eficacia de la oración pronunciada por Jesús la vigilia de su pasión: «Padre, que sean uno como nosotros somos uno» (cfr. Jn 17,22). Cuánto más os unáis a Jesús, mayor será vuestra capacidad de unión; y en la medida en que realicéis gestos concretos de reconciliación, entraréis en la intimidad de su amor.

Jesús vive concretamente en vuestras parroquias, en las comunidades en las que vivís, en las asociaciones y en los movimientos eclesiales a los que pertenecéis, así como en otras formas contemporáneas de agregación y de apostolado al servicio de la nueva evangelización. La riqueza de tanta variedad de carismas es un beneficio para toda la Iglesia e impulsa a cada creyente a poner las propias fuerzas al servicio del único Señor, fuente de salvación para toda la humanidad.


6. Jesús es «la Palabra del Padre» (cfr. Jn 1,1), donada a los hombres para desvelar el rostro de Dios y dar sentido y orientación a sus pasos inciertos. Dios, que «muchas veces y de muchos modos habló en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas, en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo el mundo» (Hb 1,1-2). Su Palabra no es imposición que desquicia las puertas de la conciencia; es voz persuasiva, don gratuito que, para llegar a ser salvífico en la vida concreta de cada uno, pide una actitud disponible y responsable, un corazón puro y una mente libre.

En vuestros grupos, queridos jóvenes, multiplicad las ocasiones de escucha y de estudio de la Palabra del Señor, sobre todo mediante la lectio divina: descubriréis en ella los secretos del Corazón de Dios y sacaréis fruto para el discernimiento de las situaciones y la transformación de la realidad. Guiados por la Sagrada Escritura, podréis reconocer en vuestras jornadas la presencia del Señor, y entonces el «desierto» podrá convertirse en «jardín», donde la criatura podrá hablar familiarmente con su Creador: «Cuando leo la Sagrada Escritura, Dios vuelve a pasear en el Paraíso terrenal» (S. Ambrosio, Epístola, 49,3).

7. Jesús vive entre nosotros en la Eucaristía, en la cual se realiza de modo total su presencia real y su contemporaneidad con la historia de la humanidad. Entre las incertidumbres y distracciones de la vida cotidiana, imitad a los discípulos en camino hacia Emaús y, como ellos, decidle al Resucitado que se revela en el gesto de partir el pan: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado» (Lc 24,29). Invocad a Jesús, para que en los caminos de los tantos Emaús de nuestro tiempo, siempre permanezca con vosotros. Que Él sea vuestra fuerza, vuestro punto de referencia, vuestra perenne esperanza. Que nunca os falte, queridos jóvenes, el Pan Eucarístico en las mesas de vuestra existencia. ¡De este pan podréis sacar fuerza para dar testimonio de vuestra fe!

Alrededor de la mesa eucarística se realiza y se manifiesta la armoniosa unidad de la Iglesia, misterio de comunión misionera, en la que todos se sienten hijos y hermanos, sin exclusiones o diferencias de raza, lengua, edad, clase social o cultura. Queridos jóvenes, contribuid generosa y responsablemente a edificar continuamente la Iglesia como familia, lugar de diálogo y de recíproca acogida, espacio de paz, de misericordia y de perdón.

8. Queridos jóvenes, iluminados por la Palabra y fortificados con el pan de la Eucaristía, estáis llamados a ser testigos creíbles del Evangelio de Cristo, que hace nuevas todas las cosas.

Pero ¿por qué se reconocerá que sois verdaderos discípulos de Cristo? Porque «os amaréis los unos a los otros» (Jn 13,35) siguiendo el ejemplo de su amor: un amor gratuito, infinitamente paciente, que no se niega a nadie (cfr. 1Cor 13,4-7). Será la fidelidad al mandamiento nuevo que certificará vuestra coherencia respecto al anuncio que proclamáis. Ésta es la gran «novedad» que puede asombrar al mundo desgraciadamente todavía herido y dividido por los violentos conflictos, a veces evidentes y claros, otras, sutiles y escondidos. En este mundo vosotros estáis llamados a vivir la fraternidad, no como una utopía, sino como posibilidad real; en esta sociedad estáis llamados a construir, como verdaderos misioneros de Cristo, la civilización del amor.

9. El 30 de septiembre de 1997 celebraremos el centenario de la muerte de Santa Teresa de Lisieux. Sin duda que en su patria su figura llamará la atención de los jóvenes peregrinos, porque Santa Teresa es una santa joven que hoy propone de nuevo este simple y sugerente anuncio, lleno de estupor y de gratitud: Dios es Amor; cada persona es amada por Dios, que espera que cada uno lo acoja y lo ame. Un mensaje que vosotros, jóvenes de hoy, estáis llamados a acoger y gritar a vuestros coetáneos: «¡El hombre es amado por Dios! Éste es el simplicísimo y sorprendente anuncio del que la Iglesia es deudora respecto del hombre» (Christifideles laici, 34).

De la juventud de Teresa del Niño Jesús brota su entusiasmo por el Señor, la gran sensibilidad con la que ha vivido el amor, la audacia no ilusoria de sus grandes proyectos. Con la atracción de su santidad, confirma que Dios también concede a los jóvenes, con abundancia, los tesoros de su sabiduría.

Recorred con ella el camino humilde y sencillo de la madurez cristiana, en la escuela del Evangelio. Permaneced con ella en el «corazón» de la Iglesia, viviendo radicalmente la opción por Cristo.

10. Queridos jóvenes, en la casa donde vive Jesús encontrad la presencia dulce de la Madre. En el seno de María el Verbo se hizo carne. Aceptando la misión que le fue asignada en el plan de salvación, la Virgen se ha convertido en modelo de todos los discípulos de Cristo.

A Ella encomiendo las esperanzas y deseos de los jóvenes que, en cada rincón del mundo, repiten con Ella: «He aquí la sierva del Señor, hagáse en mí según tu palabra» (cfr. Lc 1,38) y van al encuentro de Jesús para habitar en su casa, preparados para anunciar después a sus coetáneos, como los Apóstoles: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1,41).

Con estos sentimientos os saludo cordialmente a cada uno, al mismo tiempo que, acompañándoos con la oración, os bendigo.

JUAN PABLO II

Castel Gandolfo,15 de agosto de 1996,

Fiesta de la Asunción de la Virgen María al cielo.

jueves, 6 de marzo de 2008

"Dios me hará una gran santa"



"Dios también me hizo comprender que mi gloria no brillaría
a los ojos de las personas,
sino que consistiría ¡en llegar a ser una gran santa!...
Este deseo podría parecer temerario,
si se tiene en cuenta lo débil e imperfecta que yo era,
y aun soy después de siete años vividos en religión.
No obstante sigo teniendo la misma confianza audaz
de llegar a ser una gran santa,
porque no me apoyo en mis méritos - que no tengo ninguno-
sino en Aquel que es la Virtud y la Santidad mismas.
Sólo Él, conformándose con mis débiles esfuerzos,
me elevará hasta Él y, cubriéndome con sus méritos infinitos, me hará santa."




Santa Teresita del Niño Jesús

miércoles, 5 de marzo de 2008

San Juan Bautista Vianney, Santo cura de Ars (1786-1859)


Te amo, Oh mi Dios.

Mi único deseo es amarte

Hasta el último suspiro de mi vida.

Te amo, Oh infinitamente amoroso Dios,

Y prefiero morir amándote que vivir un instante sin Ti.

Te amo, oh mi Dios, y mi único temor es ir al infierno

Porque ahí nunca tendría la dulce consolación de tu amor,

Oh mi Dios,

si mi lengua no puede decir

cada instante que te amo,

por lo menos quiero

que mi corazón lo repita cada vez que respiro.

Ah, dame la gracia de sufrir mientras que te amo,

Y de amarte mientras que sufro,y el día que me muera

no solo amarte pero sentir que te amo.

Te suplico que mientras más cerca estés de mi hora

final aumentes y perfecciones mi amor por Ti.

Amén.