viernes, 22 de agosto de 2008

"Spe Salvi" Fragmento de la Carta Enciclica



26. No es la ciencia la que redime al hombre. El hombre es redimido por el amor. Eso es válido incluso en el ámbito puramente intramundano. Cuando uno experimenta un gran amor en su vida, se trata de un momento de « redención » que da un nuevo sentido a su existencia. Pero muy pronto se da cuenta también de que el amor que se le ha dado, por sí solo, no soluciona el problema de su vida. Es un amor frágil. Puede ser destruido por la muerte. El ser humano necesita un amor incondicionado. Necesita esa certeza que le hace decir: « Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro » (Rm 8,38-39). Si existe este amor absoluto con su certeza absoluta, entonces –sólo entonces– el hombre es « redimido », suceda lo que suceda en su caso particular. Esto es lo que se ha de entender cuando decimos que Jesucristo nos ha « redimido ». Por medio de Él estamos seguros de Dios, de un Dios que no es una lejana « causa primera » del mundo, porque su Hijo unigénito se ha hecho hombre y cada uno puede decir de Él: « Vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí » (Ga 2,20).

27. En este sentido, es verdad que quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida (cf. Ef 2,12). La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando « hasta el extremo », « hasta el total cumplimiento » (cf. Jn 13,1; 19,30). Quien ha sido tocado por el amor empieza a intuir lo que sería propiamente « vida ». Empieza a intuir qué quiere decir la palabra esperanza que hemos encontrado en el rito del Bautismo: de la fe se espera la « vida eterna », la vida verdadera que, totalmente y sin amenazas, es sencillamente vida en toda su plenitud. Jesús que dijo de sí mismo que había venido para que nosotros tengamos la vida y la tengamos en plenitud, en abundancia (cf. Jn 10,10), nos explicó también qué significa « vida »: « Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo » (Jn 17,3). La vida en su verdadero sentido no la tiene uno solamente para sí, ni tampoco sólo por sí mismo: es una relación. Y la vida entera es relación con quien es la fuente de la vida. Si estamos en relación con Aquel que no muere, que es la Vida misma y el Amor mismo, entonces estamos en la vida. Entonces « vivimos ».


28. Pero ahora surge la pregunta: de este modo, ¿no hemos recaído quizás en el individualismo de la salvación? ¿En la esperanza sólo para mí que además, precisamente por eso, no es una esperanza verdadera porque olvida y descuida a los demás? No. La relación con Dios se establece a través de la comunión con Jesús, pues solos y únicamente con nuestras fuerzas no la podemos alcanzar. En cambio, la relación con Jesús es una relación con Aquel que se entregó a sí mismo en rescate por todos nosotros (cf. 1 Tm 2,6). Estar en comunión con Jesucristo nos hace participar en su ser « para todos », hace que éste sea nuestro modo de ser. Nos compromete en favor de los demás, pero sólo estando en comunión con Él podemos realmente llegar a ser para los demás, para todos. Quisiera citar en este contexto al gran doctor griego de la Iglesia, san Máximo el Confesor († 662), el cual exhorta primero a no anteponer nada al conocimiento y al amor de Dios, pero pasa enseguida a aplicaciones muy prácticas: « Quien ama a Dios no puede guardar para sí el dinero, sino que lo reparte ‘‘según Dios'' [...], a imitación de Dios, sin discriminación alguna »[19]. Del amor a Dios se deriva la participación en la justicia y en la bondad de Dios hacia los otros; amar a Dios requiere la libertad interior respecto a todo lo que se posee y todas las cosas materiales: el amor de Dios se manifiesta en la responsabilidad por el otro[20]. En la vida de san Agustín podemos observar de modo conmovedor la misma relación entre amor de Dios y responsabilidad para con los hombres. Tras su conversión a la fe cristiana quiso, junto con algunos amigos de ideas afines, llevar una vida que estuviera dedicada totalmente a la palabra de Dios y a las cosas eternas. Quiso realizar con valores cristianos el ideal de la vida contemplativa descrito en la gran filosofía griega, eligiendo de este modo « la mejor parte » (Lc 10,42). Pero las cosas fueron de otra manera. Mientras participaba en la Misa dominical, en la ciudad portuaria de Hipona, fue llamado aparte por el Obispo, fuera de la muchedumbre, y obligado a dejarse ordenar para ejercer el ministerio sacerdotal en aquella ciudad. Fijándose retrospectivamente en aquel momento, escribe en sus Confesiones: « Aterrado por mis pecados y por el peso enorme de mis miserias, había meditado en mi corazón y decidido huir a la soledad. Mas tú me lo prohibiste y me tranquilizaste, diciendo: "Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para él que murió por ellos" (cf. 2 Co 5,15) »[21]. Cristo murió por todos. Vivir para Él significa dejarse moldear en su « ser-para ».

29. Esto supuso para Agustín una vida totalmente nueva. Así describió una vez su vida cotidiana: « Corregir a los indisciplinados, confortar a los pusilánimes, sostener a los débiles, refutar a los adversarios, guardarse de los insidiosos, instruir a los ignorantes, estimular a los indolentes, aplacar a los pendencieros, moderar a los ambiciosos, animar a los desalentados, apaciguar a los contendientes, ayudar a los pobres, liberar a los oprimidos, mostrar aprobación a los buenos, tolerar a los malos y [¡pobre de mí!] amar a todos »[22]. « Es el Evangelio lo que me asusta »[23], ese temor saludable que nos impide vivir para nosotros mismos y que nos impulsa a transmitir nuestra común esperanza. De hecho, ésta era precisamente la intención de Agustín: en la difícil situación del imperio romano, que amenazaba también al África romana y que, al final de la vida de Agustín, llegó a destruirla, quiso transmitir esperanza, la esperanza que le venía de la fe y que, en total contraste con su carácter introvertido, le hizo capaz de participar decididamente y con todas sus fuerzas en la edificación de la ciudad. En el mismo capítulo de las Confesiones, en el cual acabamos de ver el motivo decisivo de su compromiso « para todos », dice también: Cristo « intercede por nosotros; de otro modo desesperaría. Porque muchas y grandes son mis dolencias; sí, son muchas y grandes, aunque más grande es tu medicina. De no haberse tu Verbo hecho carne y habitado entre nosotros, hubiéramos podido juzgarlo apartado de la naturaleza humana y desesperar de nosotros »[24]. Gracias a su esperanza, Agustín se dedicó a la gente sencilla y a su ciudad; renunció a su nobleza espiritual y predicó y actuó de manera sencilla para la gente sencilla.



BENEDICTO XVI

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