«Hete aquí, pues, cerca de los cuarenta y dos años... ¿Qué pensarla de ti el muchacho que eras a los dieciséis, si pudiera juzgarte? ¿Qué diría de eso que has llegado a ser? ¿Hubiera simplemente consentido en vivir para verse transformado así? ¿Acaso valía la pena? ¿Qué secretas esperanzas no has decepcionado, de las que ni siquiera te acuerdas?
Seria extraordinariamente interesante, aunque triste, poder enfrentar a estos dos seres, de los que uno prometía tanto y el otro ha cumplido tan poco. Me figuro al joven apostrofando al mayor sin indulgencia: "Me has engañado, me has robado. ¿Dónde están todos los sueños que te habla confiado? ¿Qué has hecho de toda la riqueza que tan locamente puse entre tus manos?
Yo respondía de ti, había prometido por ti. Y has hecho bancarrota. Más me hubiera valido marcharme con todo lo que aún poseía, y que también has dilapidado. No te admiro, sino al contrario." ¿Y qué diría el mayor para defenderse?
Hablaría de experiencia adquirida, de ideas inútiles echadas por la borda, mostraría algunos libros, hablaría de su reputación, buscaría febrilmente en sus bolsillos, en los cajones de su mesa, algo para justificarse. Pero se defendería mal, y creo que se avergonzaría.»
Este párrafo -que copio del diario de Julien Green- ha sido una espuela en mi corazón durante muchísimos años. Me hace sangrar aún hoy cuando lo releo. Porque es mi historia, y me temo que la de millares y millares de humanos. ¿Qué es nuestra vida sino empobrecimiento? ¿Qué sino una larga malversación de esperanzas y sueños juveniles? ¿Quién podrá presumir no ya de haber crecido con el paso de los años, sino simplemente de mantener entera su juventud?
Y, sin embargo, vivir tendría que ser la cosecha de la gran siembra de los años juveniles. Vivir es fructificar. Y no simplemente irse degradando y envejecer.
Una vida llena es siempre el resultado de dos factores: apostar atrevidamente siendo jóvenes y mantener esa apuesta cuando se madura. Pero ¿qué proporción de humanos consigue las dos cosas?
Por eso me aterra tanto el encontrarme con jóvenes amargados y sin ideales. Si mantener la gran apuesta es tan difícil cuando se ha soñado y proyectado mucho, ¿qué cosecha les espera a quienes sólo sembraron decepciones o frivolidad? Claudel tenía razón al decir que «la juventud no es para el placer, sino para el heroísmo». Pero la más grande de las conspiraciones del mundo es precisamente la que empuja a los jóvenes hacia la vulgaridad y la desesperanza.
Pero no basta, claro, haber soñado mucho a los dieciséis años. Hace falta luego mucha tensión en el alma para no malvender esos sueños. Y aquí hay que decir sin rodeos que el gran enemigo no está fuera, sino dentro, y no en los fracasos, sino en la mediocridad.
Cuando los adultos le echamos las culpas a las adversidades de la vida para justificar nuestro saco de la vida vacío nos estarnos engañando a nosotros mismos. Porque la verdad es que el mundo entero reunido contra nosotros nunca podrá hacernos ni la cuarta parte del daño que nosotros mismos podemos hacernos. «El hombre -decía Von Kleist- no necesita más que sus propios pies para venirse al suelo, porque cada uno lleva en sí su miserable piedra para tropezar.»
Esa «piedra miserable» es casi siempre la mediocridad. El hombre rara vez peca por exceso. Peca más bien por pereza, por abandono, por ir renunciando a trozos de alma. Y es que la mediocridad deshincha la vida corno un globo, a veces sin que siquiera nos demos cuenta.
Y un día nos mirarnos en el espejo de nuestros recuerdos. Y en el espejo aparece el rostro del muchacho que fuimos. ¿Será él quien nos juzgue en el juicio final? ¿Delegará Dios la tarea de valorarnos en las manos del muchacho que fuimos?
Prefiero que sea Dios quien me juzgue. Siempre será más benévolo. Porque yo sé que el muchacho que fui nunca perdonaría al hombre-traidor-a-sus-sueños que soy.
Funete: Razones para el amor, de Martín Descalzo