miércoles, 26 de mayo de 2010

San Felipe Neri



"Un hombre sin oración es un animal sin razón"

"Quien quiera algo que no sea Cristo,
no sabe lo que quiere;
quien pida algo que no sea Cristo,
no sabe lo que pide;
quien no trabaje por Cristo,
no sabe lo que hace"

"Como es posible que alguien que cree en Dios
pueda amar algo fuera de Él".

"¿Oh Señor que eres tan adorable
y me has mandado a amarte,
por qué me diste tan solo un corazón
y este tan pequeño?"


San Felipe Neri

viernes, 21 de mayo de 2010

Pentecostés


Homilía de Benedicto XVI

Domingo 15 de mayo de 2005
Solemnidad de Pentecostés

El Espíritu Santo da el don de comprender. Supera la ruptura iniciada en Babel -la confusión de los corazones, que nos enfrenta unos a otros-, y abre las fronteras. El pueblo de Dios ahora se amplía hasta la desaparición de todas las fronteras. El nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, es un pueblo que proviene de todos los pueblos. La Iglesia, desde el inicio, es católica, esta es su esencia más profunda.

San Pablo explica y destaca esto, cuando dice: "Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu" (1 Co 12, 13). La Iglesia debe llegar a ser siempre nuevamente lo que ya es: debe abrir las fronteras entre los pueblos y derribar las barreras entre las clases y las razas. En ella no puede haber ni olvidados ni despreciados. En la Iglesia hay sólo hermanos y hermanas de Jesucristo libres.

El viento y el fuego del Espíritu Santo deben abrir sin cesar las fronteras que los hombres seguimos levantando entre nosotros; debemos pasar siempre nuevamente de Babel, de encerrarnos en nosotros mismos, a Pentecostés. Por tanto, debemos orar siempre para que el Espíritu Santo nos abra, nos otorgue la gracia de la comprensión, de modo que nos convirtamos en el pueblo de Dios procedente de todos los pueblos; más aún, san Pablo nos dice: en Cristo, que como único pan nos alimenta a todos en la Eucaristía y nos atrae a sí en su cuerpo desgarrado en la cruz, debemos llegar a ser un solo cuerpo y un solo espíritu.

La segunda imagen del envío del Espíritu Santo, que encontramos en el evangelio, es mucho más discreta. Pero precisamente así permite percibir toda la grandeza del acontecimiento de Pentecostés. El Señor resucitado, a través de las puertas cerradas, entra en el lugar donde se encontraban los discípulos y los saluda dos veces diciendo: "La paz con vosotros".

Nosotros cerramos continuamente nuestras puertas; continuamente buscamos la seguridad y no queremos que nos molesten ni los demás ni Dios. Por consiguiente, podemos suplicar continuamente al Señor sólo para que venga a nosotros, superando nuestra cerrazón, y nos traiga su saludo. "La paz con vosotros": este saludo del Señor es un puente, que él tiende entre el cielo y la tierra. Él desciende por este puente hasta nosotros, y nosotros podemos subir por este puente de paz hasta él.

Por este puente, siempre junto a él, debemos llegar también hasta el prójimo, hasta aquel que tiene necesidad de nosotros. Precisamente abajándonos con Cristo, nos elevamos hasta él y hasta Dios: Dios es amor y, por eso, el descenso, el abajamiento que nos pide el amor, es al mismo tiempo la verdadera subida. Precisamente así, al abajarnos, al salir de nosotros mismos, alcanzamos la altura de Jesucristo, la verdadera altura del ser humano.

Al saludo de paz del Señor siguen dos gestos decisivos para Pentecostés; el Señor quiere que su misión continúe en los discípulos: "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21).
Después de lo cual, sopla sobre ellos y dice: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos" (Jn 20, 23). El Señor sopla sobre sus discípulos, y así les da el Espíritu Santo, su Espíritu. El soplo de Jesús es el Espíritu Santo.

Aquí reconocemos, ante todo, una alusión al relato de la creación del hombre en el Génesis, donde se dice: "El Señor Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida" (Gn 2, 7). El hombre es esta criatura misteriosa, que proviene totalmente de la tierra, pero en la que se insufló el soplo de Dios. Jesús sopla sobre los Apóstoles y les da de modo nuevo, más grande, el soplo de Dios. En los hombres, a pesar de todos sus límites, hay ahora algo absolutamente nuevo, el soplo de Dios. La vida de Dios habita en nosotros. El soplo de su amor, de su verdad y de su bondad.

Así, también podemos ver aquí una alusión al bautismo y a la confirmación, a esta nueva pertenencia a Dios, que el Señor nos da. El texto del evangelio nos invita a vivir siempre en el espacio del soplo de Jesucristo, a recibir la vida de él, de modo que él inspire en nosotros la vida auténtica, la vida que ya ninguna muerte puede arrebatar.

Al soplo, al don del Espíritu Santo, el Señor une el poder de perdonar. Hemos escuchado antes que el Espíritu Santo une, derriba las fronteras, conduce a unos hacia los otros. La fuerza, que abre y permite superar Babel, es la fuerza del perdón. Jesús puede dar el perdón y el poder de perdonar, porque él mismo sufrió las consecuencias de la culpa y las disolvió en las llamas de su amor. El perdón viene de la cruz; él transforma el mundo con el amor que se entrega. Su corazón abierto en la cruz es la puerta a través de la cual entra en el mundo la gracia del perdón. Y sólo esta gracia puede transformar el mundo y construir la paz.

En este saludo del Señor podemos vislumbrar también una referencia al gran misterio de la fe, a la santa Eucaristía, en la que él se nos da continuamente a sí mismo y, de este modo, nos da la verdadera paz.


Todos nosotros estamos insertados en la red de la obediencia a la palabra de Cristo, a la palabra de aquel que nos da la verdadera libertad, porque nos conduce a los espacios libres y a los amplios horizontes de la verdad. Precisamente en este vínculo común con el Señor podemos y debemos vivir el dinamismo del Espíritu. Como el Señor salió del Padre y nos dio luz, vida y amor, así la misión debe ponernos continuamente en movimiento, impulsarnos a llevar la alegría de Cristo a los que sufren, a los que dudan y también a los reacios.

Por último, está el poder del perdón. El sacramento de la penitencia es uno de los tesoros preciosos de la Iglesia, porque sólo en el perdón se realiza la verdadera renovación del mundo. Nada puede mejorar en el mundo, si no se supera el mal. Y el mal sólo puede superarse con el perdón. Ciertamente, debe ser un perdón eficaz. Pero este perdón sólo puede dárnoslo el Señor. Un perdón que no aleja el mal sólo con palabras, sino que realmente lo destruye. Esto sólo puede suceder con el sufrimiento, y sucedió realmente con el amor sufriente de Cristo, del que recibimos el poder del perdón.

Finalmente, os recomiendo el amor a la Madre del Señor. Haced como san Juan, que la acogió en lo más íntimo de su corazón. Dejaos renovar constantemente por su amor materno. Aprended de ella a amar a Cristo. Que el Señor bendiga vuestro camino. Amén.

lunes, 10 de mayo de 2010

El Espíritu Santo

Es gracias a la ayuda del Espíritu Santo que la Iglesia crece, Él es el alma de esta Iglesia. Es Él quien explica a los fieles el sentido profundo de las enseñanzas de Jesús y de su misterio. Es Él el que, hoy como a los principios de la Iglesia, actúa en cada evangelizador que se deja poseer y conducir por Él, y pone en su boca las palabras que él solo no podría encontrar, predisponiendo al mismo tiempo el alma del que escucha para hacer que se abra y acoja la Buena Nueva y el Reino anunciado.

Las técnicas de evangelización son buenas pero las más perfeccionadas no podrían reemplazar la discreta acción del Espíritu. La más refinada preparación del evangelizador no puede hacer nada sin Él. Sin Él es del todo impotente sobre el espíritu de los hombres la dialéctica más convincente. Sin Él, los esquemas sociológicos o psicológicos más elaborados, pronto se revelan del todo desprovistos de valor.

En la Iglesia vivimos un momento privilegiado del Espíritu. Por todas partes se busca conocerle mejor, tal como nos lo revela la Escritura. Se es dichoso poniéndose bajo sus mociones. Nos reunimos en torno a Él. Queremos dejarnos conducir por Él. Ahora bien, si es verdad que el Espíritu de Dios ocupa un lugar eminente en toda la vida de la Iglesia, es en su misión evangelizadora que actúa de manera primordial. No es por casualidad que el gran despliegue de evangelización de la Iglesia tuvo lugar la mañana de Pentecostés, bajo el soplo del Espíritu.

Se puede decir que el Espíritu es el agente principal de la evangelización... Pero igualmente se puede decir que es el término de la evangelización: solo Él suscita la nueva creación, la nueva humanidad que es adonde debe encaminarse la nueva evangelización, hacia la unidad en la diversidad que se debería provocar en la comunidad cristiana. Es a través de Él que el Evangelio penetra en el corazón del mundo porque es Él el que nos hace discernir los signos de los tiempos –signos de Dios- que la evangelización descubre y da valor en el interior de la historia.

Pablo VI


lunes, 3 de mayo de 2010

El Espíritu Santo

Espíritu de Dios, Espíritu de Verdad, Espíritu de Amor, Espíritu de Vida, Espíritu firme, Espíritu generoso, Espíritu Santo!

Hacia él dirigen su mirada todos los que sienten necesidad de santificación.

Él es fuente de santidad, luz para la inteligencia; él da a todo ser luz para entender la verdad.

Aunque inaccesible por naturaleza, se deja comprender por su bondad; con su acción lo llena todo, distribuyendo su energía según la proporción de la fe.

Simple en su esencia y variado en sus dones, está íntegro en cada uno e íntegro en todas partes. Se reparte sin sufrir división, deja que participen en él, pero él permanece íntegro, a semejanza del rayo solar cuyos beneficios llegan a quien disfrute de él como si fuera único, pero, mezclado con el aire, ilumina la tierra entera y el mar.

Así el Espíritu Santo está presente en cada hombre capaz de recibirlo, como si sólo él existiera y, no obstante, distribuye a todos gracia abundante y completa; todo disfrutan de él en la medida en que lo requiere la naturaleza de la criatura.

Por él los corazones se elevan a lo alto, por su mano son conducidos los débiles, por él los que caminan tras la virtud, llegan a la perfección. Es él quien ilumina a los que se han purificado de sus culpas y al comunicarse a ellos los vuelve espirituales.

Las almas portadoras del Espíritu Santo se vuelven plenamente espirituales y transmiten la gracia a los demás.

De esta comunión con el Espíritu procedeaquel gozo que nunca terminará, de aquí la permanencia en la vida divina, de aquí el ser semejantes a Dios, de aquí, finalmente lo más sublime que se puede desear: que el hombre llegue a ser como Dios.

San Basilio Magno