Es gracias a la ayuda del Espíritu Santo que la Iglesia crece, Él es el alma de esta Iglesia. Es Él quien explica a los fieles el sentido profundo de las enseñanzas de Jesús y de su misterio. Es Él el que, hoy como a los principios de la Iglesia, actúa en cada evangelizador que se deja poseer y conducir por Él, y pone en su boca las palabras que él solo no podría encontrar, predisponiendo al mismo tiempo el alma del que escucha para hacer que se abra y acoja la Buena Nueva y el Reino anunciado.
Las técnicas de evangelización son buenas pero las más perfeccionadas no podrían reemplazar la discreta acción del Espíritu. La más refinada preparación del evangelizador no puede hacer nada sin Él. Sin Él es del todo impotente sobre el espíritu de los hombres la dialéctica más convincente. Sin Él, los esquemas sociológicos o psicológicos más elaborados, pronto se revelan del todo desprovistos de valor.
En la Iglesia vivimos un momento privilegiado del Espíritu. Por todas partes se busca conocerle mejor, tal como nos lo revela la Escritura. Se es dichoso poniéndose bajo sus mociones. Nos reunimos en torno a Él. Queremos dejarnos conducir por Él. Ahora bien, si es verdad que el Espíritu de Dios ocupa un lugar eminente en toda la vida de la Iglesia, es en su misión evangelizadora que actúa de manera primordial. No es por casualidad que el gran despliegue de evangelización de la Iglesia tuvo lugar la mañana de Pentecostés, bajo el soplo del Espíritu.
Se puede decir que el Espíritu es el agente principal de la evangelización... Pero igualmente se puede decir que es el término de la evangelización: solo Él suscita la nueva creación, la nueva humanidad que es adonde debe encaminarse la nueva evangelización, hacia la unidad en la diversidad que se debería provocar en la comunidad cristiana. Es a través de Él que el Evangelio penetra en el corazón del mundo porque es Él el que nos hace discernir los signos de los tiempos –signos de Dios- que la evangelización descubre y da valor en el interior de la historia.
Pablo VI
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