lunes, 20 de septiembre de 2010

"No se enciende una lámpara para cubrirla con un recipiente"

«Cristo, escribe un Padre de la Iglesia [San Juan Crisóstomo], nos ha dejado como lámparas en este mundo...; para que actuemos como levadura...; para que seamos semilla; para que demos fruto. Si nuestra vida tuviera el resplandor que debiera, no habría necesidad ni de que abriéramos la boca. Con solo nuestras obras, las palabras sobrarían. No habría ni un pagano si verdaderamente fuéramos cristianos».

Debemos evitar el error de creer que el apostolado se reduce a algunas prácticas piadosas. Tú y yo somos cristianos, pero al mismo tiempo y sin solución de continuidad, somos ciudadanos y trabajadores con obligaciones muy precisas que debemos cumplir de manera ejemplar si de verdad queremos santificarnos. Es Jesucristo quien nos acucia: «Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una vela para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de la casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo» (Mt 5,14-16).

El trabajo profesional, cualquiera que sea, llega a ser una lámpara que alumbra a vuestros colegas y amigos. Por eso tengo la costumbre de repetir...:¡qué me importa que me digan de fulano que es un buen hijo, un buen cristiano, si no es un buen zapatero! Si no se esfuerza en aprender bien su oficio y ejercerlo cuidadosamente, no podrá santificarlo ni ofrecerlo al Señor. Y la santificación del trabajo diario es, por decirlo de alguna manera, la bisagra de la verdadera espiritualidad para todos nosotros que, sumergidos en la realidades temporales, hemos decidido tratar con Dios.

San José María Escrivá de Balaguer (1902-1995)


martes, 7 de septiembre de 2010

El silencio y la oración


«Jesús subió a la montaña a orar, y pasó la noche orando a Dios»


Los contemplativos y los ascetas de todos los tiempos, de todas las religiones, han buscado siempre a Dios en el silencio, la soledad de los desiertos, de los bosques, de los montes. Jesús mismo vivió cuarenta días en perfecta soledad, pasando largas horas hablando de corazón a corazón con el Padre, en el silencio de la noche.

También nosotros estamos llamados a retirarnos, de manera intermitente, en un profundo silencio, en la soledad con Dios. Estar solos con él, no con nuestros libros, nuestros pensamientos, nuestros recuerdos, sino en una perfecta desnudez interior: permanecer en su presencia –silencioso, vacío, inmóvil, en actitud de espera.

No podemos encontrar a Dios en medio del ruido, la agitación. Fijémonos en la naturaleza: los árboles, las flores, la hierba de los campos, crecen en silencio; las estrellas, la luna, el sol, se mueven en silencio. Lo esencial no es lo que podamos decir a Dios, sino lo que Él nos dice, y lo que dice a los otros a través nuestro. En el silencio Él nos escucha; en el silencio, habla a nuestras almas. En el silencio nos concede el privilegio de oír su voz:

Silencio de nuestros ojos.
Silencio de nuestros oídos.
Silencio de nuestras bocas.
Silencio de nuestros espíritus.
En el silencio del corazón,
Dios hablará.

Beata Teresa de Calcuta
(1910-1997)


miércoles, 1 de septiembre de 2010

«Salió a un lugar solitario»



El desierto es el lugar del silencio y de la soledad. Allí se toma distancia de los acontecimientos cotidianos. Se huye del ruido y de la superficialidad. El desierto es el lugar del absoluto, el lugar de la libertad en el que el hombre se enfrenta con sus últimas preguntas. No es por casualidad que el desierto es el lugar donde nace el monoteísmo. En este sentido, es el terreno propicio a la gracia. Allí el hombre, alejado de sus preocupaciones, encuentra a su Creador.

Las grandes cosas empiezan en el desierto, en el silencio, en la pobreza. Nosotros mismos no podríamos participar en la misión del Evangelio sin entrar en esa experiencia de desierto, de su indigencia, de su hambre. La bienaventurada hambre de la que habla el Señor en el Sermón de la Montaña (Mt 5,6) no podría nacer de la saciedad de los que están llenos.

Y no olvidemos que el desierto de Jesús no acaba con los cuarenta días que siguieron a su bautismo. Su último desierto será el que viene expresado en el salmo 21: «Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?». Es de este desierto que brotan las aguas de la vida del mundo.

Cardenal Joseph Ratzinger [Papa Benedicto XVI]
Retiro predicado en el Vaticano, 1983