miércoles, 2 de abril de 2008

Poema eucarístico de F. L. Bernárdez

F.V.D.
Poema del Pan eucarístico

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Yo, que lo miro con mis ojos, sé que este pan es el Señor de cielo y tierra.
Yo, que lo gusto con mi boca, sé que este pan es el Señor que nos espera.
Sé que la forma de las formas vive feliz en este trozo de materia.
Y que esta harina inmaculada no es otra cosa que su carne verdadera.
Sé que la luz que no se apaga brilla desnuda en esta luna siempre llena.
Y que la voz de las alturas duerme callada en esta boca siempre quieta.
Sé que el océano sin fondo cabe sin mengua en esta gota que destella.
Y que la selva sin orillas está encerrada en esta brizna carcelera.
Sé que el volcán inextinguible se manifiesta en esta chispa de inocencia.
Y que el amor inenarrable tiembla escondido en esta lagrima serena.


Durante siglos lo esperamos comiendo a obscuras el manjar del viejo rito.
Y señalando nuestras puertas con una sangre que era sangre y era símbolo.
Aquel cordero misterioso nos daba fuerzas y valor para el camino.
Y con las huellas de su sangre cerraba el paso a la traición y al exterminio.
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Cuando los tiempos maduraron, el firmamento dio su fruto prometido.
Y otro cordero vino al mundo para pagar al buen pastor nuestros delitos.
Antes de ser sacrificado, quiso enseñarnos el supremo sacrificio.
Y en este pan maravilloso se repartió de corazón entre sus hijos.
Desde aquel día lo tenemos como alimento, como escudo y como alivio.
Y su poder nos une a todos en una grey, en un pastor y en un aprisco.

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¿Quién al mirarlo no se acuerda del que llovió sobre la vieja caravana?
¿Quién al gustarlo no se acuerda del que comimos en la tierra solitaria?
La sed y el hambre nos movían hacia el magnífico país del pan y el agua.
Pero la fe de nuestros pasos desfallecía en el desierto sin entrañas.
Como la tierra estaba sorda, quisimos ver si el cielo azul nos escuchaba.
Y el cielo azul nos dio con creces lo que la tierra desdeñosa nos negaba.
Nubes de pan se deshicieron sobre el rencor de la llanura desolada.
Y poco a poco la cubrieron con vestiduras de alegría y de abundancia.
Con la virtud de aquel sustento fuimos llegando sin dolor al agua santa.
Y, por el agua que renueva, dimos al fin con este pan que no se acaba.

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Su luz que alumbra y alimenta brilla sin tregua en el altar y en la custodia.
Y desde el fondo del sagrario se multiplica sin descanso en limpias ondas.

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Cruza los muros de materia que la separan de los seres que ambiciona.
Vence las puertas que resisten a la profunda caridad que la devora.
Pisa el umbral de las tinieblas, entra en la ciega obscuridad, busca en las sombras.
Y al fin reposa en nuestras almas, que son estrellas apagadas y remotas.
Infunde paz en las que sufren; deja su brillo de piedad en las que lloran.
Y a todas juntas las abraza con un amor incomprensible para todas.
Después ajusta el movimiento de nuestras almas al del sol que la ocasiona.
Y con el sol que la difunde concierta el ansia incontenible de sus órbitas.

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La luz penetra en los lugares más silenciosos y en los sitios más obscuros.
Y va llegando con sus rayos hasta los últimos rincones de este mundo.
En los más fríos y olvidados abre con honda caridad su blanco puño.
Y de su mano bienhechora deja caer una semilla en cada surco.
Luego de haberlos fecundado, vuelve cantando hacia su sol eterno y puro.
Y en su reflujo melodioso va cosechando nuestros seres, uno a uno.
Rumbo a su nido fulgurante, cruza de nuevo los umbrales y los muros.
Pero esta vez lleva consigo nuestros más íntimos destellos, que son suyos.
Bien abrazada con nosotros, entra por último en el cielo sin crepúsculo.
Y se confunde con el astro que está escondido en este pan que miro y gusto.

Francisco Luis Bernardez (1900-1978)

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