Mi cuaderno – San Isidro
Grande es el sufrimiento de vivir, cuando en la vida queda la ilusión de morir… La ilusión de la muerte… la esperanza de acabar, para empezar… Duro es vivir, pero todo se suaviza con la esperanza de que todo acaba.
Ansias de vida eterna revolotean por el coro de la Iglesia, cuando aun las tinieblas de la noche envuelven al monasterio.
En el reloj suenan las cuatro y media… El frío penetra muy hondo, muy hondo; el cuerpo ligeramente alguna vez se estremece; no importa…, llegara el mediodía, y con él, el sol, y habrá calor y luz, y la alegría de su resplandor, se comunicará a ese cuerpo de hombre, que ahora tirita en el coro de la Iglesia.
El alma también tiene frío… Allá en uno de sus rincones llamea una lucecita…, una centellica muy débil de amor a Dios. El alma la ve y se esfuerza e animar esa llama que tan débil brilla en la oscuridad de todo. Ansias de amar a Dios, padece el alma…, ansias de estar con Cristo…
Suspira el alma por verse pronto libre de la carne que la aprisiona y atormenta…, todo es lucha, en el silencio de la Iglesia… El espíritu que quiere volar y la carne que se arrastra. El alma que llora de no ver aún a Dios, y unos ojos que se cierran por el sueño y la vigilia.
Señor, Señor… murmuran los labios…, como el “ciervo desea las fuentes” [2], como el cervatillo sediento olfatea el aire buscando con qué mitigar su sed, así mi alma suspira de sed de vida… Vida eterna, vida que es espacio y luz, vida en la cual esa centellica que tengo dentro se dilatará, se inflamará y a la vista de tu rostro, dará más luz que el sol…
Señor, Señor, como el ciervo desea las fuentes, así está mi alma[3].
Fuera del monasterio lucha el sol con lo último que queda de la noche… Todo llega y todo pasa. Pasarán los fríos y las nieves, pasarán los días y los años. Pasará esta noche y llegará el día… Todo consiste en saber esperar, y al final, allá, cuando se acabe la vida, nuestra alma apagará su sed en la única fuente que es Dios.
En esos momentos todo se achica y desaparece… se olvida el mundo tan ruin y pequeño… Se olvida a los hombres tan ocupados en sus afanes, sus luchas y sus miserias… El alma sufre por estar aún en la tierra y como es natural no concibe apego a nada que no sea el cielo, o sea Dios. Se extraña de que haya alguna vez buscado postura en este lugar tan de paso y tan sin importancia. Se maravilla de que haya hombres que amen a Dios y, sin embargo, discutan y se preocupen del lugar que ocupan o han de ocupar en este mundo.
¡Qué pequeño es todo para el que siente vértigos de amor a Dios! ¡Qué pequeño le parece el mundo entero con todos los siglos, al que espera impaciente toda una eternidad! ¡Qué mezquinas resultan las ilusiones de los hombres, que se afanan por conseguir algo terreno!
Qué importa la salud… Qué más da el sitio éste o aquel…, ser querido o despreciado, ser pobre o ser rico… Todo es nada, para el alma que de veras vive más de la ilusión del cielo que de las realidades terrenas.
y tan alta vida espero,
que muero porque no muero”
Qué grandes debían ser las ansias de Teresa de Jesús que la hacían morir.
Pobre de mí, infeliz trapense…, que también padezco una chispita, de la gran hoguera del corazón de Teresa… También en mi pequeñez tengo esas ansias de vida eterna… ese “no vivir en mí” y ese “morir porque no muero”.
Qué grande es la misericordia de Dios que pone al alma en trance tal… Se llega a no sentir el frío, ni el sueño; se abisma el espíritu en la inmensidad de Dios, en su Amor infinito. Se extasía el alma de solamente pensar en ese mundo sobrenatural que nos espera al final de la vida, en el cual no hay dolor, ni lágrimas; en el cual nuestra única ocupación será gozar de Dios sin ya jamás poder ofenderle.
¡¡Ansias de Cristo!! ¿Cómo no tenerlas? ¿Cómo es posible amar esta vida que es la que nos separa de Dios? Creérase que más propio de ángeles que de hombres gemir por la vida eterna es una equivocación. Cuanto más hombre se es, y mas humanamente sentimos, más y con mayor ansia, se llora la vida y se desea morir.
El ciervo con sed… es el animal acosado por los cazadores… Su sed le viene de su continuo correr por los montes, los riscos y las breñas. Busca con locura la fuente escondida donde sabe, hallará descanso su fatiga, y el agua que templará sus ardores.
El ciervo sediento es ciervo que huye. También el alma que busca las fuentes de Dios, es alma que sufre… El hombre que ansía la vida inmortal, es hombre acosado también como el ciervo, de peligros mortales: cazadores le acechan, miserias le afligen, pasiones le turban.
El alma con ansias de cielo, es alma que ve sus flaquezas; el hombre que busca la fuente de Cristo, es que está sediento, y la sed, es de hombres y no de ángeles.
Bien sabe el Señor que cuando más débil me siento, cuando más lucho con la materia que tira hacia abajo, cuando el corazón se ve sujeto a tantas cosas, y mi alma sufre con un dolor más humano que divino, entonces es cuando arrodillado delante del Sagrario, y en el silencio de la noche, gimo, y lloro como el ciervo sediento…
Entonces es cuando veo que sólo en Cristo se halla descanso… Entonces notamos que el amor que le tenemos es débil y flojo…, es la centellica que apenas llamea… Vemos nuestra nada y nuestra pequeñez, vemos egoísmos y vemos que el mundo con sus cazadores, sus trampas y sus mañas, es el que acosándonos nos empuja a buscar con afán lo que no es mentira ni engaño, lo que es amor verdadero y felicidad perfecta, lo que únicamente puede apagar nuestra sed… Cristo.
Entonces, cuando el alma divisa de lejos el lugar de su descanso, cuando en plena oscuridad de todo, comprende que allá en el cielo, la llama pequeñica de su amor a Dios, se convertirá en luminaria potente… Entonces, cuando el alma ve lo pequeño que es todo, y lo grande que es Dios… Cuando se da cuenta de que lo que tiene es sed…, sed de amores divinos, pena de aún vivir… ansias de vida eterna, entonces, pero no antes, es cuando cesa el sufrir y el penar es sabroso, y todo desaparece: el mundo y el hombre, las tinieblas y el sol…, todo lo criado, todo lo existente se reduce a un alma que mira a su Dios, y unas veces ríe, otras veces llora, pero siempre rumiando la misma canción… Señor, Señor, como el ciervo sediento busca las fuentes…
Suena pausado y grave el reloj de la Iglesia. El frío del amanecer penetra muy hondo, muy hondo, pero no importa. Es el frío pasajero de un momento…, de una vida, y una vida es un instante en la eternidad, un instante que apenas merece nuestra atención.
Beato Rafael
[1] Cfr. Salmo 62,2 y 143,6.
[2] Ídem 41,2
[3] Ídem
1 comentario:
Muchas gracias por postear a Rafael!!!
Dios se los pague!
Padre Fabián+
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