lunes, 3 de septiembre de 2007

Discurso del Santo Padre BENEDICTO XVI

F.V.D.

A los jóvenes en Loreto, Italia - Sábado 1 de septiembre de 2007

Queridos jóvenes:

Ustedes constituyen la esperanza de la Iglesia en Italia. Estoy feliz de encontrarlos en este lugar tan singular, en esta tarde especial, rica de oraciones, de cantos y de silencios, colmada de esperanzas y de profundas emociones.

Este valle, donde en el pasado también mi predecesor Juan Pablo II se encontró quizá con muchos de ustedes, se ha convertido en su “Ágora”, su plaza sin muros y barreras, donde miles de caminos convergen y parten. He escuchado con atención a quienes han hablado en nombre de todos ustedes. En este lugar de encuentro pacífico, auténtico y alegre, han llegado por miles de motivos distintos: algunos porque aparentemente tienen un grupo, algunos invitados por algún amigo, algunos por íntima convicción, algunos con alguna duda en el corazón, y también quienes por simple curiosidad… Cualquiera que sea el motivo que los ha conducido aquí, puedo decirles que quien nos ha reunido ha sido el Espíritu Santo. Sí, es así: quien los ha guiado es el Espíritu; aquí han venido con sus dudas y certezas, con sus alegrías y preocupaciones. Ahora les toca a ustedes abrir el corazón y ofrecer todo a Dios.

Díganle: estoy aquí, ciertamente no soy todavía como tú me quisieras, no logro ni siquiera entenderme a mí mismo en profundidad, pero con tu ayuda estoy listo para seguirte. Señor Jesús, esta tarde quisiera hablarte, haciendo mía la actitud interior y el abandono confiado de aquella joven mujer, que hace más de dos mil años dio su “sí” al Padre, que la elegía para ser tu Madre. El Padre la eligió porque era dócil y obediente a su voluntad. Como ella, como la pequeña María, cada uno de vosotros, queridos jóvenes amigos, digan con fe en Dios: Aquí estoy, “se haga en mi lo que has dicho”.

Qué estupendo espectáculo de fe joven y comprometedora estamos viviendo esta tarde. Esta tarde, Loreto se ha convertido, gracias a ustedes, en la capital espiritual de los jóvenes; el centro en el cual convergen idealmente las multitudes de jóvenes que pueblan los cinco continentes. En estos momentos nos sentimos rodeados de las expectativas y esperanzas de millones de jóvenes de todo el mundo: a esta misma hora algunos están en vigilia, otros duermen, otros estudian o trabajan; hay quien espera y quien desespera, quien cree y quien no logra creer, quien ama la vida y quien, en cambio, la está desperdiciando. A todos quisiera llegara mi palabra: el Papa está cerca, comparte sus alegrías y sus penas, sobre todo, comparte las esperanzas más íntimas que están en su alma, y para cada uno pide al Señor el don de una vida plena y feliz, una vida rica de sentido, una vida verdadera.

Lamentablemente, hoy, a menudo, una existencia plena y feliz está vista por muchos jóvenes como un sueño difícil, y a veces, irrealizable. Muchos jóvenes miran al futuro con aprensión y se plantean no pocas interrogantes. Se preguntan preocupados: ¿Cómo insertarse en una sociedad marcada por numerosas y graves injusticias y sufrimientos?, ¿Cómo reaccionar al egoísmo y a la violencia que a veces parecen prevalecer?, ¿Cómo dar un sentido pleno a la vida?. Con amor y convicción, les repito a ustedes, jóvenes aquí presentes, y a través de ustedes, a sus coetáneos en el mundo entero: ¡No tengan miedo!, Cristo puede colmar las aspiraciones más íntimas de su corazón. ¿Hay, quizá, sueños irrealizables cuando el que los suscita y los cultiva en el corazón es el Espíritu de Dios? ¿Hay algo que puede bloquear nuestro entusiasmo si estamos unidos a Cristo? Nada ni nadie, diría al apóstol Pablo, podrá separarnos del amor de Dios, en Cristo Jesús, nuestro Señor. (Cf Rm 8, 35-39).

Dejen que esta tarde yo les repita: cada uno de ustedes si permanece unido a Cristo, podrá cumplir grandes cosas. Por ello, queridos amigos, no deben tener miedo de soñar con los ojos abiertos grandes proyectos de bien, y no deben dejarse desanimar por las dificultades. Cristo tiene confianza en ustedes y desea que puedan realizar cada uno de sus más nobles y altos sueños de autentica felicidad. Nada es imposible para quien confía en Dios y se confía a Él. Miren a la joven María. El Ángel le propuso algo verdaderamente inconcebible: participar en el modo más comprometedor posible en el más grandioso de los planes de Dios, la salvación de la humanidad. Frente a tal propuesta María quedó desconcertada, advirtiendo toda la pequeñez de su ser frente a la omnipotencia de Dios, y se preguntó, ¿cómo es posible?, ¿por qué a mi?. Dispuesta sin embargo a cumplir la voluntad divina pronunció prontamente su “sí”, que cambió su vida y la historia de la entera humanidad. Es gracias a su “sí” que nosotros nos encontramos aquí esta tarde.

Ahora yo me pregunto y les pregunto: lo que Dios nos pide, por difíciles que nos puedan parecer… ¿podrán igualar aquello que fue pedido por Dios a la joven María?. Queridos chicos y chicas: aprendamos de María a decir nuestro “sí”, porque ella sabe verdaderamente que significa responder generosamente a los pedidos del Señor. María, queridos jóvenes, conoce sus aspiraciones más nobles y profundas. Conoce bien, sobre todo, ese gran deseo de amor que ustedes tienen, esa necesidad de amar y de ser amados. Mirándola, siguiéndola dócilmente descubrirán la belleza del amor, pero no de un amor “de usar y tirar”, pasajero, engañoso, prisionero de una mentalidad egoísta y materialista, sino del amor verdadero y profundo. En lo más intimo del corazón de cada chico y cada chica, que se asoma a la vida, cultiva el sueño de un amor que dé un sentido pleno al propio futuro. Para muchos esto se cumple en la elección del matrimonio y en la formación de una familia donde el amor entre un hombre y una mujer sea vivido como un don recíproco y fiel, como un don definitivo, sellado por el “sí” pronunciado frente a Dios el día del matrimonio, un “sí” para toda la existencia. Sé bien que este sueño es hoy cada vez menos fácil de realizar. Entorno a nosotros, cuantos fracasos del amor. Cuantas familias destruidas. Cuantos chicos, también entre ustedes, que han visto la separación y el divorcio de sus padres. A quien se encuentra en una tan delicada y compleja situación quisiera decir esta tarde: la Madre de Dios, la comunidad de creyentes, el Papa, están al lado de ustedes y oran para que la crisis que marca a las familias de nuestro tiempo no se convierta en un fracaso irreversible. Puedan las familias cristianas, con el apoyo de la Gracia divina, mantenerse fieles a aquel solemne compromiso de amor asumido con alegría frente al sacerdote y a la comunidad cristiana, el día solemne del matrimonio.

Frente a estas tantos fracasos es frecuente esta pregunta: ¿soy yo mejor que mis amigos y que mis parientes que han intentado y han fallado? ¿Por qué, yo, justo yo, debería lograrlo donde tantos se rinden? Este humano temor puede bloquear también a los espíritus más valientes, pero en esta noche que nos espera, a los pies de su Casa Santa, María les repetirá a cada uno de ustedes, queridos jóvenes amigos, las palabras que ella misma escuchó al Ángel dirigirle: No temas. No tengas miedo. El Espíritu Santo está con ustedes y no los abandona jamás. A quien confía en Dios nada es imposible. Esto vale para quien está destinado a la vida matrimonial, y más aún, para aquellos a quienes Dios propone una vida de total desprendimiento de los bienes de la tierra para estar a tiempo lleno dedicado a su Reino. Entre ustedes hay algunos que están encaminados hacia el sacerdocio, hacia la vida consagrada; algunos que aspiran ser misioneros, sabiendo cuantos y cuales riesgos corren. Pienso en los sacerdotes, en las religiosas caídos en las trincheras del amor al servicio del Evangelio. Nos podrían decir tantas cosas al respecto, el Padre Giancarlo Bossi, por quien hemos rezado durante el período de su secuestro en Filipinas, y hoy gozamos por tenerlo entre nosotros. En él quisiera saludar y agradecer a todos aquellos que dedican su existencia a Cristo en las fronteras de la evangelización. Queridos jóvenes, si el Señor los llama a vivir más íntimamente a su servicio, respondan generosamente. Estén seguros: la vida dedicada a Dios no se gasta nunca en vano.

Queridos jóvenes: termino aquí mis palabras, no sin antes abrazarlos con corazón de padre, los abrazo uno a uno y cordialmente los saludo(...).

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