sábado, 10 de noviembre de 2007

Segunda Jornada Mundial de la Juventud

“Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene

y hemos creído en él.” (1 Jn. 4,16)

En Buenos Aires, tendré el gran gozo de encontrarme no sólo con la juventud argentina, sino también con muchos jóvenes. Nos sentiremos unidos también con todos aquellos que buscan a Dios con corazón sincero y desean dedicar sus energías juveniles a la construcción de una nueva sociedad más justa y fraterna.

No deja de ser significativo que, esta vez, la Jornada tenga su lugar central de celebración en tierras latinoamericanas, pobladas mayoritariamente por jóvenes, que son los animadores y futuros protagonistas del llamado “continente de la esperanza”.

El hombre no puede vivir sin amor. Su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente. Y cuánto más podría destacarse dicha realidad para la vida de los jóvenes, en esta fase de especial responsabilidad y esperanza, del crecimiento de la persona, de definición de los grandes significados, ideales y proyectos de vida, de ansia de verdad y de caminos de auténtica felicidad. Es entonces cuando más se experimenta la necesidad de sentirse reconocido, sostenido, escuchado y amado.

Vosotros sabéis bien, desde lo profundo de vuestros corazones, que son efímeras y sólo dejan vacío en el alma las satisfacciones que ofrece un hedonismo superficial; que es ilusorio encerrarse en la caparazón del propio egoísmo; que toda indiferencia y escepticismo contradicen las nobles ansias de amor sin fronteras; que las tentaciones de la violencia y de las ideologías que niegan a Dios llevan sólo a callejones sin salida.

Puesto que el hombre no puede vivir ni ser comprendido sin amor, quiero invitaros a todos a crecer en humanidad, a poner como prioridad absoluta los valores del espíritu, a transformaros en “hombres nuevos”, reconociendo y aceptando cada vez más la presencia de Dios en vuestras vidas, la presencia de un Dios que es Amor; un Padre que nos ama a cada uno desde toda la eternidad, que nos ha creado por amor y que tanto nos ha amado hasta entregar a su Hijo Unigénito para perdonar nuestros pecados. El amor de Dios nos transforma y nos salva.

El mundo espera con ansia nuestro testimonio de amor. Un testimonio nacido de una profunda convicción personal y de un sincero acto de amor y de fe en Cristo Resucitado. Esto significa conocer el amor y crecer en él.

Experimentaréis el entusiasmo y la alegría del amor de Dios que os convoca a la unidad y a la solidaridad. Dicha llamada no excluye a nadie. Al contrario, es una convocatoria sin fronteras que abraza a todos los jóvenes sin distinción, que fortalece y renueva los vínculos que unen a la juventud. En esta circunstancia han de hacerse particularmente vivos y operantes los lazos con aquellos jóvenes que sufren las consecuencias del desempleo, que viven en la pobreza o la soledad, que se sienten marginados o llevan la pesada cruz de la enfermedad.


En Cristo se nos ha revelado plenamente el amor de Dios y la sublime dignidad del hombre. Que Jesús sea la “piedra angular” de vuestras vidas y de la nueva civilización que en solidaridad generosa y compartida habréis de construir. No puede haber auténtico crecimiento humano en la paz y en la justicia, en la verdad y en la libertad, si Cristo no se hace presente con su fuerza salvadora.

La construcción de una civilización del amor requiere temples recios y perseverantes, dispuestos al sacrificio e ilusionados en abrir nuevos caminos de convivencia humana, superando divisiones y materialismos opuestos. Es ésta una responsabilidad de los jóvenes de hoy que serán los hombres y mujeres del mañana, en los albores ya del tercer milenio cristiano.

Que vuestro itinerario esté jalonado de oración, estudio, diálogo, deseos de conversión y mejora.

Conozco, desde mi primera visita a la Argentina en 1982, tan cargada de dolor y de esperanza, vuestro compromiso por la edificación de la paz en la justicia y en la verdad.

Queridos jóvenes, amigos: sed testigos del amor de Dios, sembradores de esperanza y constructores de paz.

En nombre del Señor Jesús os bendigo con todo mi afecto.


Vaticano, 30 de noviembre de 1986.


Primer Domingo de Adviento

IOANNES PAULUS PP. II

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